Un destello dorado y fantasmal, una luz fija que no pertenecía al bosque. Una cabaña de madera, solitaria, con humo saliendo de la chimenea. El olor del hombre le golpeó el hocico: metal, gasolina, fuego, peligro. Todo su instinto le gritó que se alejara, que huyera a la profundidad de los árboles.
Pero el cuerpecito bajo su pecho ya casi no se movía.
El miedo a perder a su cría fue más fuerte que millones de años de desconfianza hacia los humanos. Con un gruñido ahogado, la pantera bajó del talud y cruzó a trompicones el claro hasta el porche. Cada escalón de madera le costó un mundo. Al llegar frente a la puerta, levantó la pata, esa pata capaz de desgarrar un venado de un zarpazo… y dio un pequeño golpe.
Un rasguño apenas audible bajo el rugido del viento. Un gesto desesperado de rendición.
Dentro de la cabaña, Diego Álvarez, guardabosques del Parque Nacional, alzó la cabeza del libro que estaba leyendo. Había pedido voluntariamente aquel turno de invierno en la sierra: menos gente, más silencio, más distancia de la ciudad y de los recuerdos que todavía dolían.
Volvió a escuchar el ruido. No era el crujido normal de las ramas ni el quejido de la madera. Era… un toque.
Diego frunció el ceño y se puso de pie. Abrió la puerta.
El mundo se quedó mudo.
Frente a él, sobre el porche cubierto de nieve, yacía una pantera negra, inmóvil, como una escultura de obsidiana y hielo. Sus costados se alzaban apenas. Sus ojos ámbar lo miraron con una intensidad que le heló la sangre. Pegado a su vientre, casi enterrado en su pelaje, un cachorrito enroscado en sí mismo, tan quieto que parecía muerto.
Los años de entrenamiento se dispararon en la mente de Diego: depredador ápice, impredecible, letal, jamás acercarse, jamás bajar la guardia. La mano se le fue automáticamente al cinturón, donde llevaba el gas de defensa.
Pero entonces sus ojos se encontraron con los de ella.


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