—Mamá, mira qué vista… —susurró, sabiendo que ella apenas podía mover los ojos.
Bruno levantó las orejas, inquieto. El perro siempre había tenido una sensibilidad especial para detectar tensiones.
Alberto abrió la puerta con brusquedad. Tomó la silla de ruedas plegable, la colocó cerca del borde del mirador y empujó suavemente a su madre hacia ella. Tras unos segundos de silencio, respiró hondo y, con un gesto frío, empujó a Doña Elena hacia el vacío.
El ruido de la caída se perdió en el choque constante del mar. Bruno empezó a ladrar desesperado, corriendo hasta el borde, olfateando el aire, gimiendo. Alberto, con el pulso acelerado, regresó hacia el coche. Solo entonces se dio cuenta de que había olvidado subir al perro.
—Maldición… —murmuró, mirando a su alrededor.
Bruno seguía allí, mirándolo como si entendiera que algo terrible había ocurrido. Y en ese instante, mientras el viento cortante le golpeaba el rostro, Alberto vio algo que no había previsto:
una pareja de excursionistas avanzaba por el sendero que bordeaba el acantilado, directamente hacia él…
Los excursionistas, una pareja de mediana edad llamada Javier y Marta, se sorprendieron al ver al perro ladrando sin descanso junto al borde. Alberto, intentando recuperar la compostura, les sonrió con rigidez.
—Disculpen, mi perro se ha alterado por el viento —dijo, intentando sonar natural.
Pero Bruno no dejaba de mirar el abismo, soltar gemidos y volver hacia ellos, como si quisiera guiarlos. Marta frunció el ceño.
—Parece que intenta decirnos algo. ¿Está todo bien?
Alberto sintió un sudor frío recorrerle la espalda.
—Sí, sí… solo que mi madre… —se detuvo un segundo, improvisando—. Mi madre se adelantó por el sendero. El perro está inquieto porque no la ve.
Javier observó la silla de ruedas abandonada a unos metros.
—¿Camina sola?


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