El llanto del bebé cortaba la madrugada como una sirena, y Marina subió las escaleras de mármol con el corazón desbocado, sin saber todavía que esa casa ocultaba un pacto silencioso.
Eran las tres de la mañana, recién contratada esa tarde, y nadie le había dicho que había un bebé, como si su existencia fuera un detalle vergonzoso.
En el dormitorio encontró una cuna pequeña y a un infante con el rostro rojo, llorando sin consuelo, como si el aire mismo le negara el derecho a descansar.
En un rincón, un hombre tecleaba frenético con auriculares, sin mirar al niño, con los ojos hundidos, como si el dolor lo hubiera vuelto incapaz de ser padre.
Marina quedó inmóvil un instante, luego lo tomó con cuidado, sintiendo su temblor, su pañal mojado, sus labios agrietados y un biberón con leche cortada.
El hombre arrancó los auriculares al notar movimiento, y la vergüenza le incendió la cara, como si lo hubieran descubierto en un crimen que él mismo sabía.
Marina habló suave, dijo que lo oyó llorar y que tenía hambre, y comenzó a limpiarlo y alimentarlo, susurrándole palabras hasta calmarlo.
El hombre no respondió de inmediato, solo la observó, y murmuró que no podía mirar al bebé sin verla a ella, como si una ausencia viviera allí.
Marina no preguntó quién era ella, solo sostuvo al niño y pidió que se quedara, no solo esa noche, sino siempre, porque el bebé necesitaba presencia.
Él prometió quedarse esa noche, pero al amanecer apareció Beatriz, la encargada veterana, frunciendo el ceño como si la compasión fuera una amenaza.
Beatriz advirtió que él no quería a nadie cerca del niño, y Rodrigo bajó frío, ordenó seguir la rutina, ofreció doble salario y prohibió molestarlo.
Pasaron los días, Marina calmaba a Benjamín, aguantaba la mirada crítica de Beatriz y descubría fragmentos de un pasado oscuro escondido entre pasillos perfectos.


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