Estaba en el centro comercial con mi hijo de cinco años, Ethan, en una tarde de sábado cualquiera. Estábamos discutiendo sobre si necesitaba calcetines con sus zapatillas nuevas cuando de repente dejó de caminar. Su pequeña mano apretó la mía y señaló hacia el atrio central.
—Mamá —dijo suavemente, con la voz llena de sorpresa—, hay un niño que es idéntico a mí.
Sonreí al principio, lista para hacer una broma. Los niños a menudo imaginan cosas, y pensé que solo estaba emocionado. Pero cuando me di la vuelta, se me cortó la respiración.
A unos diez metros estaba un niño de la misma altura, la misma complexión, el mismo cabello castaño claro y el inconfundible remolino en la coronilla. Incluso usaba gafas con el mismo marco azul que las de Ethan. El parecido no era casual; era preciso, inquietante, como mirar un reflejo con unos segundos de retraso.
Mi corazón comenzó a acelerarse, pero la verdadera conmoción llegó cuando mis ojos subieron hacia el adulto que llevaba al niño de la mano.
Era Daniel Harper.
Daniel era mi exesposo. El hombre que se había marchado de mi vida hacía seis años, tres meses antes de que naciera Ethan. El hombre que había firmado los papeles de divorcio sin pedir nunca ver al hijo que yo esperaba. El hombre que me dijo, muy claramente, que ‘no estaba listo para ser padre’ y que no quería tener hijos para nada.
Me flaquearon las piernas. Tuve que aferrarme a la barandilla de mi lado para mantenerme en pie.
Daniel no nos había visto aún. Se estaba riendo de algo que el niño dijo, con el rostro relajado y cariñoso; una expresión que nunca había visto durante nuestro matrimonio. El niño lo miraba con absoluta confianza.
Ethan me tiró de la manga. —Mamá, ¿por qué ese niño tiene mi cara?
No pude responder. Tenía la boca seca y mis pensamientos daban vueltas sin control. La línea de tiempo en mi cabeza no tenía sentido, pero cada instinto me decía que esto no era una coincidencia.


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