Me llamo Emily Carter y, hasta ese día, pensaba que la hinchazón era culpa mía. Culpaba a los almuerzos escolares, al estrés, incluso a mi postura. Lo había estado ocultando bajo sudaderas con capucha, fingiendo que no sentía dolor. Pero la imagen en la pantalla mostraba algo muy real, muy incorrecto. El médico se aclaró la garganta y dijo palabras que no parecían encajar juntas: ‘masa grande’, ‘cavidad abdominal’, ‘urgente’.
Después de eso, todo se movió rápido. Formularios de consentimiento. Una trabajadora social. Un cirujano pediátrico llamado Dr. Alan Brooks, que hablaba con suavidad pero no endulzaba la verdad. Lo que fuera que estuviera creciendo dentro de mí tenía que salir, y pronto. La habitación zumbaba con urgencia mientras mi madre permanecía congelada, aferrando su bolso como si fuera la única cosa sólida que le quedaba.
Entonces llegó el momento que lo rompió todo.
La trabajadora social le pidió a mi madre que saliera. La puerta se cerró con un clic. El Dr. Brooks se sentó a mi lado y bajó la voz.
—Emily, necesito preguntarte algo importante. ¿Te ha hecho daño alguien?
Mi corazón golpeó contra mis costillas. No entendía por qué me lo preguntaba, pero me sentí acusada de todos modos. Sacudí la cabeza, con las lágrimas desenfocando las baldosas del techo. Él asintió, pero sus ojos permanecieron serios.
—Tenemos que considerar todas las posibilidades —dijo—. Porque lo que estamos viendo parece que ha estado ahí durante mucho tiempo.
Cuando mi madre volvió a entrar, su rostro estaba pálido. El médico explicó que la masa estaba presionando mis órganos, distorsionándolo todo. Por eso la gente había estado susurrando. Por eso la habitación se había quedado en silencio. Aún no sabían qué era, pero sabían que era peligroso.


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