Al hijo del millonario le quedaban cinco días de vida. Pero la pobre niña lo roció con agua inusual. – Page 2 – Recette
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Al hijo del millonario le quedaban cinco días de vida. Pero la pobre niña lo roció con agua inusual.

Karina soltó el aire.

—Solo dos veces por semana. Era un buen lugar, limpio. Él estaba solo conmigo todo el día. Quería que tuviera amigos. Se veía… feliz.

Rodrigo apretó la mandíbula.

—¿En qué zona?

—En San Martín, por la salida oriente…

San Martín era uno de los barrios más humildes. Rodrigo colgó sin despedirse. La furia le subió como fuego: por el engaño, por la idea de su hijo en un lugar “impropio”, por todo lo que no sabía de la vida de Pedrito.

Pero cuando regresó la mirada a la cama… vio a su hijo, tan frágil, y entendió lo ridículo de su orgullo.

Cinco días.

Esa noche Rodrigo no salió ni a comer. Cerca de las once, se quedó dormido en la silla. Despertó de golpe por un susurro.

Valeria estaba ahí otra vez.

Esta vez no vertía agua. Solo sostenía la mano de Pedrito y murmuraba algo casi como una oración.

—¿Cómo entraste? —preguntó Rodrigo, con la voz cansada.

Valeria lo miró sin miedo.

—Por la puerta de servicio. Sé dónde mi mamá guarda la llave.

—No puedes estar aquí… es de noche.

—Pedrito me necesita.

Rodrigo iba a regañarla, pero ella señaló al niño.

—Mire su cara.

Rodrigo miró. Y se le apretó el corazón: Pedrito se veía… apenas… un poco menos cenizo.

“Seguro es la luz”, pensó. Pero la duda creció.

—¿Qué agua es esa? —preguntó, casi sin querer creerle.

—Del fuentecito del patio —respondió Valeria—. Mi abuela dice que ahí antes había un pozo en una hacienda vieja. La gente venía cuando estaba enferma… y el agua ayudaba.

Rodrigo soltó una risa triste.

—Eso son cuentos.

Valeria ladeó la cabeza, con lógica de niña que no admite truco.

—¿Usted cree en los doctores?

—Claro.

—Y ellos dijeron que ya no pueden hacer nada. Entonces… ¿por qué no creer también en el agua?

Rodrigo se quedó sin respuesta.

La puerta se abrió y entró una enfermera joven, Lupita. Se detuvo al ver a la niña.

—Valeria… ¿otra vez tú? —dijo con voz firme—. Tu mamá debe estar dormida, preocupada.

Rodrigo se puso de pie.

—¿Usted la conoce?

—Sí. Marina trabaja aquí. Valeria a veces viene con ella… —Lupita miró a Rodrigo, bajando un poco el tono—. Señor Acevedo… yo no debería decir cosas raras, pero… hoy, después de que la niña vino, el oxígeno de su hijo subió un poquito. Casi nada. Y el ritmo… se estabilizó.

Rodrigo sintió una chispa en el pecho. Pequeña. Peligrosa.

—¿Entonces…?

—No estoy diciendo que sea el agua —aclaró Lupita, nerviosa—. Puede ser coincidencia. Pero… yo crecí en esta zona. He oído esa leyenda toda mi vida.

Rodrigo miró a Valeria. La niña lo miró de vuelta como si el mundo fuera simple: “hay que intentar”.

—¿Puede quedarse unos minutos más? —pidió Rodrigo.

Lupita dudó… y asintió.

Valeria volvió a tomar la mano de Pedrito y empezó a contarle, en voz bajita, cómo en el kínder él se reía tanto que siempre los regañaban por hacer ruido en la hora de la siesta. Rodrigo escuchó con un nudo en la garganta: estaba descubriendo a su hijo a través de otra niña.

Cuando amaneció, Lupita se llevó a Valeria a su casa. Rodrigo se quedó mirando la botella dorada olvidada en el buró. La tomó, mojó sus dedos y tocó la frente de Pedrito, como hacía su madre cuando él era niño.

—Si hay algo… lo que sea… —susurró—. Por favor.

Y entonces Pedrito abrió los ojos.

Rodrigo se quedó paralizado.

El niño lo miró como si regresara de un sueño larguísimo… y sonrió.

—Papá… —susurró—. Valeria vino.

Rodrigo rompió en llanto.

Horas después, el doctor Santiago Flores lo interceptó en el pasillo.

—Señor Acevedo… los análisis de la mañana muestran algo extraño. Hay… una mejora mínima. Los leucocitos subieron un poco. La función renal también.

—¿Eso es bueno? —preguntó Rodrigo, aferrándose a cada sílaba.

—Es… inesperado —admitió el doctor—. Pero no cantemos victoria. A veces el cuerpo tiene picos antes de… —no terminó la frase.

Rodrigo apretó los dientes.

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