—¿Con quién?
—Con un albañil. No tienen mucho dinero, pero dicen que ella es feliz.
Solté una risa burlona.
—¿Feliz con un pobre? De verdad nunca supo elegir.
Decidí ir a esa boda, no para felicitarla, sino para burlarme de su elección.
Quería que Laura viera en qué hombre exitoso me había convertido… el hombre que alguna vez amó.
Ese día conduje hasta un pueblo cercano a Valle de Bravo, donde Laura vivía ahora.
La boda se celebró en un patio sencillo, decorado con luces amarillas, mesas y sillas de madera, y flores silvestres.
Bajé de mi coche de lujo, acomodé el chaleco y caminé con aire de arrogancia.
Algunas personas voltearon a verme. Sentí que había llegado de otro mundo: más refinado, más “exitoso”.
Entonces vi al novio.
El corazón se me detuvo.
Estaba de pie frente al altar, con un traje sencillo.
Un rostro que conocía demasiado bien.
Javier Morales.
Javier —mi mejor amigo de la universidad.
En aquellos años, Javier había perdido una pierna en un accidente automovilístico. Era amable, solidario, siempre ayudaba en los trabajos en equipo, cocinaba para todos y mantenía el orden. Yo lo consideraba una “sombra débil”, alguien insignificante.
Después de la universidad, Javier trabajó como encargado de cuadrilla en una pequeña constructora. Perdimos contacto. Yo estaba seguro de que su vida nunca sería plena.
Y ahora… era el esposo de Laura.
Me quedé paralizado entre la gente.
Laura apareció —hermosa, serena, con los ojos brillantes— y tomó la mano de Javier con seguridad, felicidad y sin una sola duda.
Escuché a unos vecinos murmurar:
—Javier es admirable. Trabaja duro con una sola pierna y es un hijo ejemplar. Ahorró durante años, compró este terrenito y construyó con sus propias manos la casa donde hoy celebran la boda. Es un hombre valiente, todos lo respetan.
Sentí un nudo en la garganta.
Ver a Javier ayudar a Laura a subir los escalones, observar cómo se miraban —con calma, con sinceridad— me dejó sin aliento.
Era un tipo de amor que yo nunca supe darle.
Yo había despreciado su sencillez, temido el juicio de los demás, temido las burlas de mis amigos.
Y ahí estaba ella, orgullosa de tomar la mano de un hombre con una sola pierna… porque tenía un corazón completo.
De regreso en mi departamento de la Ciudad de México, tiré el saco al suelo y me dejé caer en la silla.
Por primera vez en años, lloré.
No por celos, sino por derrota.


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