Era “Sargento Luis”, exbombero y veterano de misiones internacionales, todavía con el mono de trabajo del taller mecánico. Caminó directamente hacia Emma, se arrodilló delante de ella y se inclinó como si saludara a una reina.
“Feliz cumpleaños, princesa. Me han dicho que había una fiesta motera. Y no puede haber fiesta motera sin motos, ¿no?”
Los ojos de Emma se abrieron, todavía con lágrimas en las mejillas. “¿Has venido a mi fiesta?”
“No me la habría perdido por nada del mundo, pequeñita.”
Llegaron cinco motos más. Luego diez. Luego veinte.
Miguel se levantó, confundido. “No lo entiendo. ¿Tú…?”
Le enseñé mi teléfono, la publicación ya compartida decenas de veces. “La comunidad motera cuida de los suyos.”
Al cabo de una hora, el parque estaba lleno. Motoristas de varios moto clubs, de todos los orígenes. Un grupo llamado “Ruedas con Fe” trajo una segunda tarta, esta con forma de moto y una princesa encima. El “Moto Club Mujeres en Ruta” se había parado en una tienda de juguetes y había vaciado el pasillo de todo lo que fuera rosa y tuviera ruedas. El grupo “Veteranos en Ruta” le regaló a Emma un casco de verdad, pintado de rosa con su nombre en purpurina.
Pero el momento que me rompió por dentro fue cuando llegó “El Toro”.
El Toro era exactamente lo que esos padres del colegio se imaginaban al pensar en “moteros peligrosos”: casi dos metros de altura, enorme, cubierto de tatuajes, montado en una moto que sonaba como un trueno. Trabajaba en el mismo servicio de limpieza que Miguel, aunque apenas se conocían.
Se acercó a Emma, ese gigante, y se arrodilló en la hierba, haciéndose pequeño.
“Tu papá me contó que te gustan las princesas Y las motos”, dijo con voz suave. “A mi hija también le gustaban cuando tenía tu edad.”
Sacó un regalo envuelto. Dentro había un cuaderno de tapas de cuero, hecho a mano, con el título “Las aventuras en moto de la princesa Emma” en la portada. Había pasado la semana dibujando a una niña que viajaba en moto por mundos de cuento.
Emma le rodeó el cuello con sus brazos. Esa niña diminuta con su chaqueta rosa abrazando a un motero enorme y tatuado. Y El Toro… lloró. Todos lloramos.
“Mi hija habría cumplido veintiséis este año”, le dijo en voz baja a Miguel. “La perdimos por una enfermedad cuando tenía ocho. Ver sonreír a Emma… es un regalo.”
La fiesta se transformó. Los motoristas empezaron a dar vueltas despacio por el aparcamiento (despacio, con Emma sentada delante y el motorista detrás sujetándola). Alguien trajo un altavoz y puso una mezcla de rock clásico y canciones de princesas. Las mujeres del moto club pintaban las uñas de Emma de diferentes colores, contándole historias de sus viajes.
Emma estaba en el cielo. Había pasado de llorar sola a ser el centro de atención de las personas más rudas y más amables que uno pueda imaginar.
Y justo ahí empezaron los problemas.


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