—No quiero que se lleve un peso.
Arturo asintió, serio.
—Podemos documentar todo. Infidelidad, fraude emocional, manipulación. Y… el prenupcial. Aún se puede. Pero hay que ser inteligente.
Javier no quería solo justicia legal. Quería verdad. Quería ver su cara.
Tres días después, tenía pruebas: fotos, registros, mensajes. Incluso un investigador privado confirmó la relación con Rodrigo. Y lo más impactante: Don Nacho no la “cubría” por lealtad; la cubría porque ella lo había convencido de que “Javier estaba mejor sin saber”. Una mentira más, envuelta en “bondad”.
Javier organizó una cena “para hablar de la boda”.
Valeria llegó radiante, besándolo en la mejilla. El perfume le revolvió el estómago. Se sentaron solos. Sin personal. Sin testigos.
—¿Qué pasa, amor? —preguntó—. ¿Algo del catering?
Javier la miró con una calma nueva, helada.
—No hay problema con el catering —dijo—. No habrá boda.
Valeria parpadeó, confundida.
Javier puso una grabación: su voz, la risa, “cajero automático”, “premio de actuación”, “dos hijos mínimo”.
El color se le fue de la cara. Su boca se abrió, cerró, buscó aire.
Cuando la grabación terminó, Javier habló despacio:
—El chofer ese día… era yo.
Valeria intentó una sonrisa temblorosa.
—Estábamos bromeando… no es lo que…
—No me insultes —cortó Javier—. Ya basta.
Ella lloró. Pero eran lágrimas de miedo, no de culpa.
—Te amo —susurró—. Podemos arreglarlo…
Javier negó.
—Tú amas mi apellido. Y mi cuenta. No a mí.
Se levantó, abrió la puerta principal y se quedó ahí, sin gritar, sin drama.
—Te vas hoy. El anillo también.
Valeria se quedó rígida, y entonces apareció su verdadero rostro: odio puro.
—Eres un monstruo —escupió.
Javier no se movió.
—No. Solo desperté.
Valeria se quitó el anillo y lo aventó al piso, como si quisiera romperlo. Salió dando un portazo que hizo vibrar la casa.
Javier recogió el anillo. Brillaba, intacto. Como una burla.
Se sentó. Y ahora sí, lloró. Lloró por el tiempo perdido, por la ilusión, por la soledad que ella había detectado y usado como debilidad.
Pero entre las lágrimas, había alivio. Una sensación rara: gratitud por el dolor, porque el dolor le había salvado la vida que estaba a punto de entregar.
Meses después, Valeria desapareció de la ciudad. Rodrigo la dejó cuando entendió que no habría fortuna. Sus amigas se alejaron. La historia del “millonario que se disfrazó de chofer” se volvió rumor en círculos de Polanco. Javier no la contaba. No quería ser leyenda. Quería ser libre.
Volvió a dibujar. Regresó a sus bocetos. Reunió a viejos amigos que había abandonado. Aprendió a estar en silencio sin sentirse vacío.
Y un año después, en una librería del Centro Histórico, discutió con una mujer sobre García Márquez. Se llamaba Elena Morales, era maestra de primaria. No tenía idea de quién era él. Se rió de sus opiniones, le corrigió una cita, y luego lo invitó a un café barato sin pretensiones.
Cuando meses más tarde supo que Javier era dueño de un imperio, no brilló de emoción. Se preocupó.
—¿Y si tu mundo me traga? —preguntó.


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