La primera en despertar fue Sofía, como siempre. No era porque durmiera menos, sino porque la calle te enseña a oír con la piel: el roce de un paso, el crujido de una bolsa, el motor que se acerca demasiado. Aquella noche, sin embargo, no era un sonido de tierra.
Era el cielo.
Un zumbido pesado, como un enjambre de metal, empezó lejos y creció hasta sacudir el cartón que les hacía de techo. Sofía abrió los ojos en la oscuridad, con el olor a basura y humedad pegado a la garganta. A su lado, Karla seguía hecha bolita, abrazando una cobija rota como si fuera un tesoro.
—Karla… —susurró Sofía, tocándole el hombro—. Despierta.
—Cinco minut… —murmuró su hermana, girándose.
El ruido se tragó la frase. El cartón vibró. Las dos se incorporaron de golpe, instintivamente tapándose los oídos.
—¿Qué es eso? —preguntó Karla con la voz temblorosa.
Sofía ya estaba de pie. Tiró de su hermana.
—¡Vámonos!
Salieron del hueco que habían improvisado entre dos contenedores en un baldío de la colonia Doctores, a unas calles del Hospital General. Llevaban tres semanas durmiendo ahí desde que las corrieron del cuarto que rentaban por no pagar. La noche estaba caliente, pegajosa, y sobre el terreno se extendían piedras, latas, hierbas secas.
Entonces lo vieron.
Arriba, una luz roja giraba como un ojo enfermo. Un helicóptero descendía raro, ladeado, como si alguien lo empujara desde dentro. El rotor chillaba, ahogado. Sofía sintió que el estómago se le iba al piso.
—¡Mira! —gritó, señalando.
Karla se quedó petrificada, aferrada a su mano.
El helicóptero cayó al otro lado del baldío, a unos cincuenta metros. El impacto fue un trueno que levantó tierra y pedazos de metal. El suelo tembló. Por un instante quedó un silencio imposible, como si la ciudad contuviera la respiración.
Luego apareció el humo.
—No… no nos acerquemos —dijo Karla, retrocediendo—. Puede explotar.
Sofía tragó saliva. Ella también olía gasolina, como un golpe ácido en la nariz. Pero entonces escuchó algo que no era metal ni fuego.
Un llanto.
Agudo. Desesperado. Un llanto de bebé.
Sofía se quedó quieta, con los ojos abiertos de par en par.
—Hay alguien ahí —dijo.
—¿Cómo sabes?
—Porque… está llorando.
Karla escuchó y se le erizó la piel.
—Es un bebé…
Sofía ya caminaba. Karla, como siempre, la siguió. Porque en la calle aprendieron otra ley: juntas o nada.
Al acercarse, el helicóptero estaba de costado, con un rotor roto y otro girando lento, como un animal herido. El humo gris salía de la cabina. Sofía se asomó por una puerta a medio abrir, atorada por el metal doblado.
Adentro, una mujer estaba reclinada en un asiento, la frente manchada de sangre. El cabello, claro y enredado. La blusa blanca, sucia de aceite y polvo. No se movía. En su regazo, atrapado por un pedazo de estructura, un bultito azul pataleaba y lloraba.
—¡Señora! —gritó Sofía—. ¡Oiga!
Nada.
—Está inconsciente —dijo Sofía con la voz hecha trizas.
Karla señaló el bulto.
—¡El bebé… el bebé está vivo!
Sofía metió las manos, intentando mover la lámina que lo aprisionaba, pero no cedía. El olor a combustible se volvió más fuerte. Un chispazo pequeño prendió bajo el fuselaje, como una lengua naranja.
Karla empezó a hiperventilar.
—¡Sofi, vámonos! ¡Se va a prender todo!
Sofía apretó los dientes. Miró al bebé, a la mujer, al humo.
—Tenemos que pedir ayuda. Ya.


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