Esa noche João durmió afuera, cerca de Trovão, mirando las estrellas. El frío le mordía los huesos, pero la pregunta que lo desvelaba era otra: ¿qué haría mañana? Si la echaba, la condenaba. Si la dejaba, se metía en un problema que no pidió. Y sin embargo, al pensar en Helena, no escuchó reproche; imaginó su voz suave diciendo: “Haz lo correcto, João”.
Al amanecer, la vio intentando encender un fuego con ramas húmedas. Los bebés dormían envueltos en el cobertor. Clara, aun rota por la vida, quiso hacerle café. Ese gesto simple lo desarmó. “Puedes llamarme João”, dijo él. Ella sonrió tímida por primera vez, y a João le pareció una grieta de luz en una pared oscura.
Trabajaron ese día sin grandes palabras. Él revisó el techo, midió las paredes, pensó cómo reforzar la estructura. Ella limpió el suelo, ordenó lo poco que tenían, cuidó a los gemelos. Al mediodía, João dijo lo que tenía que decir: “Compré este lugar para estar solo. No esperaba encontrarte”. Clara apretó los labios, como quien ya se prepara para otro rechazo. “Lo entiendo… nos iremos”.
João respiró hondo. “Debería querer eso. Sería lo más fácil. Pero no puedo mandarte al camino con dos bebés y sin nada”. Clara levantó la mirada con una esperanza que daba miedo, porque la esperanza, cuando se rompe, duele más. João continuó: “Quédate. Mientras arreglo el barraco. Tú cuidas de ellos, me ayudas en lo que puedas, y yo pongo comida y techo. Después… veremos”. Clara se echó a llorar, pero no de desesperación: de alivio. “No le voy a dar trabajo, se lo juro. Voy a ayudar en todo”.
Las semanas se volvieron rutina. João trabajaba en la reforma y, de vez en cuando, volvía a la parte de la hacienda que conservó. Clara transformaba la miseria en hogar con una paciencia que parecía milagrosa: improvisó una cocina afuera, lavó ropa en el arroyo, plantó semillas, aprendió a hacer pan en un horno de barro que construyeron juntos. Los gemelos, Miguel y Maria, crecían rosados, curiosos, y empezaron a reírse cuando João les hacía muecas al final del día. Y, sin darse cuenta, él comenzó a esperar esas risas. Era como si la casa, de a poco, respirara.


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