Pero Anselmo no había terminado. Con una calma escalofriante, tomó la mano derecha del Ruso —la misma que había intentado golpearlo— y presionó el pulgar sobre un punto específico de la muñeca.
El gigante de dos metros cayó de rodillas. Gritó, pero no salía voz, solo un silbido agónico. El dolor era tan intenso que sus piernas dejaron de responder. Era como si le hubieran metido un cable de alta tensión directamente en el sistema nervioso.
El comedor seguía en un silencio absoluto. Solo se escuchaba el jadeo del Ruso intentando respirar y el suave sonido de los zapatos de Anselmo caminando alrededor de él.
El anciano se inclinó hasta quedar cara a cara con el matón arrodillado. Sus ojos, que antes parecían cansados, ahora brillaban con una intensidad depredadora.
—Hijo —susurró Anselmo, con una voz rasposa pero clara, que resonó más fuerte que los gritos del Ruso—. Aquí adentro, el tamaño no importa. Aquí importa la historia. Y tú… tú no tienes historia.
Anselmo soltó la muñeca del Ruso. El gigante cayó de bruces al suelo, tosiendo, llorando, humillado frente a quinientos hombres.
La verdadera condena
Aquí es donde la mayoría de las historias de películas terminan: el héroe gana, el villano pierde. Pero la vida real, y la cárcel, son mucho más complejas.
El Ruso esperaba que lo mataran esa noche. Se acurrucó en su celda, temblando, esperando que los hombres de Anselmo vinieran a terminar el trabajo. Pero nadie vino.
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A la mañana siguiente, en el desayuno, el Ruso entró al comedor. Caminaba encorvado, mirando al suelo. Nadie se burló de él. Nadie lo atacó. La humillación había sido tan brutal que los demás sentían una mezcla de lástima y horror.
El Ruso tomó su bandeja y, dudando, caminó hacia la mesa del fondo. La mesa de Anselmo.
Se detuvo a dos metros. Anselmo levantó la vista de su plato.
—Siéntate —dijo el viejo.
El Ruso obedeció.
—No te maté ayer —dijo Anselmo, partiendo un pedazo de pan y ofreciéndoselo al gigante— porque un hombre muerto no aprende. Y tú necesitas aprender. A partir de hoy, eres mis ojos y mis oídos. Mientras estés bajo mi sombra, nadie te tocará. Pero si vuelves a levantar la mano contra alguien más débil que tú… desearás que te hubiera matado ayer.
El desenlace inesperado
Han pasado tres años desde ese día.
Si visitas el penal hoy, verás algo curioso. En la mesa del fondo, siempre está Don Anselmo, leyendo el periódico o comiendo despacio. Y a su lado, siempre, como un guardián fiel, está el Ruso.
Ya no es el matón que golpeaba las mesas. Ha bajado de peso, ya no grita. Se ha convertido en un hombre silencioso y respetuoso. Aprendió a leer gracias a los libros que Anselmo le presta. Protege a los nuevos que llegan asustados, evitando que otros abusen de ellos.
El hombre que entró queriendo ser el rey de la selva terminó convirtiéndose en el monje guardián del templo.


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