—No tengo dinero… no puedo pagarle nada.
Thomas negó suavemente con la cabeza.
—No busco recompensa. Solo quiero hacer lo correcto: ayudar a una madre y a tres recién nacidas que lo necesitan.
Ruth dudó, atrapada entre el miedo y la desesperación, pero algo en la voz tranquila de Thomas la convenció. Asintió entre lágrimas, rindiéndose al alivio. Él la ayudó a ponerse de pie, tomó a las bebés bajo su abrigo y las protegió del viento.
El trayecto hasta el rancho fue lento. Ruth montaba detrás de Thomas, con las pequeñas arropadas entre ambos. Mientras avanzaba, él se preguntaba qué tragedia había llevado a esa madre a dar a luz sola en medio de la nieve.
Ya en casa, Thomas actuó con eficacia. Encendió el fuego, preparó mantas calientes y ofreció leche y caldo a Ruth mientras ella se acomodaba con sus hijas cerca de la chimenea.
—No necesito saber lo que ha pasado —le dijo—, solo quiero que sepa que puede quedarse aquí hasta que se recupere.
Ruth, con lágrimas en los ojos, asintió. Finalmente confesó la verdad: su esposo la había echado de casa al ver que las tres bebés eran niñas, culpándola de no darle un hijo varón.
La rabia recorrió a Thomas, pero su voz permaneció serena.
—Ese hombre no merece llamarse padre ni esposo. Sus hijas son un regalo, no una decepción.
Los días siguientes trajeron calma. Ruth se dedicaba enteramente a sus niñas, a quienes llamó Esperanza, Fe y Gracia. La casa, antes silenciosa, volvió a llenarse de vida. Thomas, viudo durante años, sentía que poco a poco algo en su interior volvía a despertar.
Una noche, junto al fuego, se decidió.


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