Aquella mañana, sin embargo, algo le había hecho perder la paciencia. María Elena Rodríguez, la mujer que limpiaba su oficina desde hacía tres años, había vuelto a faltar. Tres ausencias en un solo mes. Tres. Y siempre con la misma excusa: “Emergencias familiares, señor”.
—Hijos… —murmuró con desdén mientras se acomodaba la corbata italiana de diez mil dólares frente al espejo—. En tres años nunca mencionó ni uno.
Su asistente, Patricia, intentó calmarlo, recordándole que María Elena siempre había sido puntual, discreta y eficiente. Pero Roberto ya no escuchaba. En su mente, aquello era simple: irresponsabilidad disfrazada de drama personal.
—Dame su dirección —ordenó, seco—. Voy a comprobar por mí mismo qué clase de “emergencia” tiene.
Minutos después, el sistema le mostró la dirección: Calle Los Naranjos 847, Barrio San Miguel. Un barrio obrero, lejos —muy lejos— de sus pisos de cristal y sus áticos con vista al océano. Roberto soltó una media sonrisa cargada de superioridad. Ya estaba listo para poner las cosas en su lugar. No imaginaba que, al cruzar esa puerta, no solo cambiaría la vida de una empleada… sino que su propia existencia entera se pondría patas arriba.
Treinta minutos después, el Mercedes-Benz negro avanzaba lentamente por calles sin pavimentar, esquivando charcos, perros callejeros y niños que corrían descalzos. Las casas eran pequeñas, humildes, pintadas con restos de pintura de distintos colores. Algunos vecinos se quedaban mirando el auto, como si un ovni hubiera aterrizado en medio del barrio. Roberto bajó del coche con su traje a la medida y su reloj suizo brillando al sol. Se sintió fuera de lugar, pero lo disimuló levantando la barbilla y caminando con paso firme. Llegó hasta una vivienda azul desteñida, con una puerta de madera agrietada y el número 847 apenas visible.
Golpeó con fuerza. Silencio. Luego, voces infantiles, pasos apresurados, el llanto de un bebé. La puerta se abrió lentamente.
La mujer que apareció no era la María Elena impecable que él veía cada mañana en la oficina. Sujeta a la carrera con un delantal manchado, el cabello revuelto y unas ojeras que parecían cicatrices, María Elena se quedó paralizada al ver a su jefe en el umbral.


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