Horas después, en el estudio, Ricardo regresó. Estaba cansado, distraído. Me atreví a preguntarle: “Señor, ¿cuándo fue la última vez que vio a su madre?”. Él levantó la mirada, sorprendido. “Hace años viajó a Europa y decidió quedarse allá. ¿Por qué preguntas?”. Fingí curiosidad, pero mi corazón se partía al verlo tan lejos de la verdad.
Esa noche, no pude resistirlo. Regresé al corredor, quité la tela del retrato y encendí una vela. La luz cálida iluminó el rostro de Doña Leonor. “Te sacaré de ahí”, susurré. En ese instante, un golpe seco me hizo girar. Venía del sótano. Corrí a la puerta y pegué el oído. La voz sonó más desesperada que nunca. Clara, hija.
Mi cuerpo se estremeció. ¿Hija? ¿Por qué me llamaba así? Caí de rodillas. Comprendí que estaba atrapada. Si seguía, pondría en riesgo mi vida. Si me callaba, esa mujer moriría. Me levanté, limpiándome las lágrimas, y juré encontrar otra forma de entrar. Esa voz no quedaría sin respuesta.
Capítulo 4: La Traición del Perfume y el Jardín Secreto
El terror llegó vestido de seda. A la mañana siguiente, Verónica entró en la cocina como un espectro. “Te vi anoche, Clara,” me dijo sin rodeos. “Frente al retrato, con una vela. Te advertí que no te metieras donde no te llaman. Las sirvientas limpian, no usmean.” La humillación me quemó la garganta, pero la llama en mi interior era más fuerte.
Esa tarde, intenté hablar con Ricardo, pero Verónica, con su sonrisa falsa, se interpuso, aferrándose a su brazo, no dejándome ni un segundo a solas con él. Ella controlaba todo, y Ricardo, ajeno a la crueldad, solo asentía a sus manipulaciones.
Esa noche, volví a la puerta. “Estoy aquí, señora,” susurré. Un gemido débil me respondió. “No se preocupe, voy a sacarla. Se lo prometo.” De pronto, un crujido. Una sombra en la penumbra. ¡Verónica! Estaba allí, observándome.
“Otra vez tú,” su voz fue un látigo. “Si vuelves a acercarte a esta puerta, juro que desaparecerás. Nadie te buscará. ¿Me oíste? Nadie.” Retrocedí, temblando, pero me atreví a murmurar: “No le tengo miedo.” Ella se rió con desprecio y subió las escaleras.
A la mañana siguiente, noté que la puerta tenía una cerradura nueva, más gruesa, más impenetrable. Un mensaje claro: el acceso estaba sellado.
Desesperada, mientras regaba las flores, el viejo jardinero se acercó sigilosamente. “Señorita Clara,” susurró. “Anoche vi algo. La señora bajó al sótano con una bandeja de comida, pero cuando subió, la bandeja estaba igual. No tocó nada. Aquí abajo pasa algo que da miedo.”
Esa noche, la incertidumbre me superó. Volví al corredor, quité la tela del retrato. “Ayúdeme”, susurré. De repente, un golpe de viento apagó las luces. La oscuridad me envolvió. Y entonces, un sonido que me heló la sangre: un clic metálico. El candado nuevo se partió con un chirrido lento, casi humano. La puerta del sótano se movió.
Di un paso atrás, asustada, mientras el aire se llenaba de un olor antiguo. Clara, hija. La voz quebrada me llamó otra vez. No supe si gritar o llorar, pero el miedo se transformó en fuerza. Me levanté. “No está sola, señora. Le juro que la sacaré de aquí, pase lo que pase.”
Capítulo 5: El Infierno en Vida y el Sacrificio de la Verdad
Empujé la puerta rota. El olor a encierro me golpeó. Polvo, soledad, humedad. Bajé los escalones. Al fondo, escuché un murmullo. “¿Quién está ahí?”, pregunté con un hilo de voz. “Clara, ¿eres tú?”.
Apunté la linterna. Allí estaba: Doña Leonor. Muy delgada, cabello blanco, sentada sobre un colchón viejo. Sus muñecas, marcadas. Su rostro, agotado, pero con una dulzura intacta. Caí de rodillas, con las lágrimas corriendo sin control. “Dios mío, ¿qué le han hecho?”.
“Soy su madre, pero para ellos estoy muerta,” susurró. “Verónica me encerró aquí el día que me casé con Ricardo. Me dijo que él se avergonzaba de mí, que era una carga.” El dolor me ahogó. “Su hijo la cree en Europa, señora.” Ella cerró los ojos y una lágrima rodó. “Eso le dijo ella. Verónica, esa mujer tiene el corazón más oscuro que la noche.”
En ese momento, pasos. ¡Verónica! Apagué la linterna y me escondí. La puerta se abrió. La esposa del millonario bajó con una bandeja de plata. “Hora de tu desayuno, vieja inútil,” dijo con desprecio. Doña Leonor la miró con dignidad. “No quiero nada de ti.” Verónica sonrió con crueldad. “No tienes opción. Si no comes, mueres. Y si mueres, será más fácil explicar tu ausencia.”


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