Ni a los juguetes.
Ni al cariño exagerado.
Así que María hizo algo distinto.
Se quedó.
Hablaba mientras doblaba la ropa.
Cantaba bajito mientras cocinaba.
Leía cuentos a alguien que nunca respondía.
Nunca la obligó a tocarla.
Nunca exigió avances.
Un día, agotada, se sentó junto a la niña… y lloró en silencio.
Entonces ocurrió.
Una pequeña mano se extendió.
El elefante de peluche fue empujado hacia ella.
Conexión.
Desde ahí, todo creció lentamente:
miradas, juegos suaves, risas frágiles pero reales.
Pero el duelo no suelta fácil.
Cuando María empezó a hacer ejercicios terapéuticos seguros, el padre lo vio como una amenaza.
El miedo se volvió enojo.
El enojo, autoridad.
—Tú solo eres la muchacha —le dijo.
Y así, fue despedida.
En la parada del camión, con la nieve cayendo y una bolsa a sus pies, María se preparó para irse… otro sacrificio más.
Entonces su celular vibró.
“Ella te necesita. Me equivoqué. Por favor, regresa.”
Por primera vez, María no eligió sobrevivir.
Eligió confiar.
Cuando volvió, todo cambió.
No de golpe.
No mágicamente.
Pero de verdad.
Esta vez, él se sentó en el piso.
Aprendió los ejercicios.
Preguntó.
Falló.
Lo intentó de nuevo.
La sanación se volvió un trabajo compartido.


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