Era joven, quizá de treinta y tantos. Cabello castaño, recogido a medias. Abrigo elegante. Pero la piel estaba pálida, y los labios, casi blancos.
Mateo hizo lo que los años de emergencias en el taller le habían enseñado: primero, respiración. Luego, pulso. Latía. Débil, pero regular.
—Tranquila, chiquita —le dijo a la niña sin apartar la mirada de la mujer—. ¿Cómo te llamas?
—Aurora.
—Aurora, escucha: voy a pedir ayuda y tú te vas a quedar conmigo, ¿sí?
Sacó el teléfono viejo y marcó al 911. Le temblaban los dedos por el frío, pero la voz le salió clara. Dio la ubicación, explicó que había una mujer inconsciente en un auto, que respiraba, que necesitaban ambulancia. Le dijeron que tardarían, por el clima y el tráfico.
Aurora se abrazaba a sí misma, tiritando.
Mateo se quitó su chamarra —la única decente que tenía— y se la puso encima a la niña. Aurora lo miró como si acabara de regalarle una casa.
—¿Qué pasó? —preguntó él, bajando la voz.
—Venimos de ver a mi abuelita… mi mamá dijo que le dolía la cabeza… y luego se quedó así.
Mateo la tomó en brazos para darle calor. Aurora se aferró a él con esa confianza absoluta que solo tienen los niños y que, por alguna razón, a Mateo le dolió como una cicatriz recién abierta. Hacía mucho que nadie se le colgaba del cuello como si él fuera seguro.
La mujer del volante se movió. Un quejido leve.
Mateo se inclinó.
—Señora, ya viene ayuda. Su niña está bien. Tranquila.
Los ojos de la mujer se abrieron apenas un instante. Lo miró, como si intentara enfocar la realidad. Luego volvió a cerrarlos.
La ambulancia llegó dieciocho minutos después, con las luces rebotando en el pavimento mojado. Los paramédicos estabilizaron a la mujer, le tomaron glucosa, presión.
—Hipoglucemia y agotamiento —dijo uno—. Si se quedaba más tiempo aquí, con este frío, pudo ponerse feo.
Aurora empezó a llorar cuando vio la camilla.
—No quiero ir sola.
Los paramédicos se miraron. Y Mateo, sin pedir permiso a su miedo, habló.
—Voy con ellas.
Nadie le preguntó si era familia. Nadie le pidió identificación. Quizá porque Aurora no soltaba su mano y eso, en urgencias, vale más que cualquier papel.
En el Hospital General, Mateo se quedó en la sala de espera con Aurora dormida sobre su pecho, la cabecita hundida en su suéter. La gente lo miraba: un hombre desaliñado, con barba crecida, sosteniendo a una niña de ropa buena. Pero a Mateo ya no le importaba la mirada ajena. Había aprendido que el juicio no alimenta ni calienta.
Dos horas después, un médico se acercó.
—La señora se llama Valeria Navarro. Está fuera de peligro. Fue un cuadro por estrés, mala alimentación y falta de descanso. ¿Usted es…?
Mateo negó.
—Solo estaba ahí.


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