La siguiente imagen fue el giro que terminó de romper el mundo de Ximena:
Un supervisor de custodia, Rogelio Montero, apareció en cuadro. No entró a detenerlos. Entró a dejarles paso.
Ximena sintió náusea. Montero era de los intocables, de los que daban órdenes con la barbilla levantada. El tipo que le había dicho, semanas atrás, que no exagerara “con historias”.
Chacón no lo dudó. Llamó al equipo federal. Sin encender alarmas, con el mínimo ruido, montaron un operativo.
Cuando los hombres volvieron a salir del túnel, ya no encontraron oscuridad.
Encontraron linternas, armas apuntando al piso, voces firmes.
—¡Al suelo! ¡Manos donde las vea!
Se escucharon golpes, gritos, carreras en el túnel. Uno intentó regresar. Otro se resistió. Pero en minutos los tenían reducidos. Montero, al ver el cerco, intentó huir por una puerta lateral. No llegó ni a la escalera.
La directora Cárdenas apareció después, pálida, como si de pronto hubiera envejecido diez años. Chacón le mostró el video. Patricia se quedó sin aire.
—Yo… yo no sabía —balbuceó.
Ximena la miró sin parpadear.
—Tal vez no sabía todo. Pero ordenó silencio. Y el silencio… también lastima.
Lo que vino después fue más difícil que el operativo.
Porque una cosa era detener a los responsables. Otra era sostener a las víctimas.
Rebeca habló primero, en una sala segura, con Ximena y una fiscal especial. No dio detalles morbosos; no hizo falta. Su voz temblaba, y aun así se mantuvo en pie.
—Nos decían que si hablábamos, iban a buscar a nuestras familias —susurró—. Y que aquí adentro… nadie nos iba a creer.
Mariana confirmó lo mismo. Y luego otras mujeres, que no estaban embarazadas, pero cargaban el mismo miedo en los ojos, comenzaron a pedir ayuda.
El caso explotó en medios nacionales. Hubo indignación, protestas, auditorías. La directora Cárdenas renunció y, por primera vez, dio una declaración pública sin escudos:
—Fallamos. Y por callar, fallamos dos veces.
El túnel fue sellado con concreto reforzado. No “tapado”: destruido. Se cambiaron rutas, horarios, vigilancia, y el personal completo fue reentrenado. Se instaló un protocolo nuevo: cero áreas de trabajo aisladas sin acompañamiento y monitoreo redundante, además de un sistema de denuncias externas con protección real.
Pero el final no se escribió con paredes nuevas, sino con personas.
Meses después, en una pequeña ceremonia dentro del penal —sin cámaras, sin discursos políticos—, Ximena se sentó frente a Rebeca y Mariana. Ambas recibieron atención psicológica, asesoría legal y medidas de protección. Las autoridades, por primera vez, las trataron como lo que eran: sobrevivientes.
—No sé si algún día voy a dejar de temblar —dijo Mariana, tocándose el vientre—. Pero… por primera vez siento que no estoy sola.
Rebeca apretó la mano de Ximena.
—Usted fue la primera que me miró sin asco… sin duda… —dijo—. La primera que me creyó.
Ximena respiró hondo. Tenía los ojos rojos.
—No hice nada heroico —contestó—. Hice lo mínimo que merece cualquier ser humano: escuchar.
Los bebés nacieron bajo custodia médica externa. Hubo acuerdos con familias, con albergues, con redes de apoyo para que no se repitiera el abandono. En los meses siguientes, varias de las mujeres recibieron revisiones de sentencia y beneficios por colaborar con la justicia, además de traslados a centros más seguros.
Y el día que Ximena dejó La Ribera por última vez —tras ser asignada a una unidad nacional de salud penitenciaria—, pasó por la lavandería sellada. Ya no había vapor, ya no había ruido. Solo concreto nuevo… y una placa pequeña, discreta, que alguien había pegado sin permiso oficial:
“Aquí el silencio se rompió. Aquí se eligió la verdad.”
Ximena tocó la placa con la punta de los dedos y se permitió llorar.
No por la noticia, ni por el escándalo.
Sino porque, en un lugar construido para castigar, un puñado de mujeres y una enfermera terca habían conseguido algo raro, casi imposible:
Que la justicia llegara…
y que el miedo, al menos por un momento, soltara el cuello de quienes habían sobrevivido


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