Han pasado seis meses desde el día en que mi mundo se derrumbó, y aunque la herida aún está tierna, Jacob y yo hemos comenzado a respirar de nuevo. Después del arresto de Evan y los procedimientos de divorcio, nos mudé a un modesto apartamento de dos habitaciones más cerca de la biblioteca. No es elegante, pero se siente seguro. Se siente como un lugar donde las sombras no pueden seguirnos.
La primera mañana que nos despertamos allí, Jacob miró alrededor de la sala iluminada por el sol y susurró: —Se siente pacífico, mamá. Asentí, porque yo también lo sentía.
La terapia lo ayudó a desenredar el miedo que no podía articular al principio: el miedo de que alguien de confianza lo hubiera traicionado y de que su propio padre no lo hubiera protegido. Su terapeuta le explicó gentilmente que los niños no necesitan padres perfectos; necesitan padres constantes. Me tomé eso muy a pecho.
Mis días se asentaron en un nuevo ritmo: trabajo en la biblioteca, sesiones de tareas por la tarde con Jacob, caminatas de fin de semana con vecinos solidarios que me habían apoyado cuando más los necesitaba. Personas que antes consideraba conocidas se convirtieron en algo más cercano a la familia.
En cuanto a Evan y Caroline, las consecuencias se desarrollaron previsiblemente. Caroline recibió una sentencia de varios años. En su audiencia final, todavía insistía en que “merecía la felicidad”, retorciendo su obsesión hasta convertirla en justificación. Su negativa a aceptar la responsabilidad solo profundizó mi incredulidad. Evan se declaró culpable a cambio de cargos reducidos, pero perdió su licencia profesional y la mayor parte de su reputación. Envió cartas: disculpas llenas de excusas que ya no me importaba leer. Nunca respondí.


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