Se casaron meses después en una capilla pequeña en Toledo. Sin revistas, sin espectáculo. Solo las personas que importaban. Paella casera, risas sinceras, lagrimas limpias. Rodrigo, al tomar los votos, dijo algo que ya no era poesía sino verdad:
—El kia que se rompió tu bolso, vi tu tesoro. No eran cosas. Eras tu.
Y la vida seguida, como siguen las vidas reales: con esfuerzo y con propósito. Lucía estudió por las noches y, dos años después, se graduó como enfermera. Sofía aplaudió hasta que le dolieron las manos. Rodrigo, desde su imperio, cambió políticas: salarios justos, becas para empleados, guarderías en hoteles. Usó el dinero como herramienta, no como muro.
Un domingo cualquiera, en un jardín modesto lleno de risas, Sofía gritó:
—¡Papá Rodrigo, vengan, miren la mariposa!
Rodrigo corrió con ellas y entendió, con una certeza tranquila, que no fue un accidente. Fue un comienzo. Todo había comenzado con un bolso roto, sí, pero sobre todo con algo mucho muas raro: una oración silenciosa escrita por una mujer que, aun sin tener casi nada, le regaló al mundo lo que más cuesta encontrar… un corazón capaz de ver más allá de las apariencias.


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