Con el corazón golpeando en mi pecho, lo giré lentamente para que vomitara el agua que había tragado. Cuando vi que un hilo de agua y sangre salía de su boca, dije con alivio: “Está vivo”. Me quité el pañuelo de la cabeza y se lo coloqué en el pecho para intentar secarlo. El viento soplaba con fuerza y la bruma del río me envolvía como un velo.
El sol apenas comenzaba a levantarse, tiñendo de naranja el cielo. Pensé que hacía años no sentía algo así. Miedo y compasión, al mismo tiempo. Miré al hombre y me di cuenta de que no era un campesino ni un vagabundo. Sus manos eran finas, su ropa cara, aunque desgarrada.
“No entiendo qué hace alguien como él en un lugar como este”, dije para mí. Lo arrastré como pude hasta la entrada de mi cabaña. Cada paso era una batalla. El cuerpo pesaba y mis músculos viejos me dolían, pero no me detuve. Lo recosté en el suelo junto al fogón apagado y corrí a buscar una manta. Encendí el fuego con torpeza, las manos húmedas temblándome.
El humo llenó la habitación mezclándose con el olor del río. Me senté a su lado y observé el rostro del hombre. “Debe de tener unos 40 o 50 años”, dije en voz baja. Tenía la mandíbula marcada, la piel clara, las pestañas largas. Una cicatriz le cruzaba la ceja izquierda.
Cuando él respiró con dificultad, tomé un trapo y le limpié la frente. “No sé quién eres ni de dónde vienes”, murmuré, “pero nadie merece morir así”. Durante horas permanecí junto a él, cambiando paños, hablando sola, como si mis palabras pudieran mantenerlo con vida. En un momento creí verlo abrir los ojos, pero fue solo un reflejo del fuego.
Afuera, el sonido del río seguía constante, indiferente al drama que se desarrollaba en mi pequeña cabaña. Suspiré. “Aunque el mundo se haya olvidado de mí, no me permitiré olvidar a quien acabo de salvar”. Al caer la tarde, el hombre se movió levemente. Me incliné y lo escuché murmurar algo incomprensible.
Repitió con voz débil una frase entrecortada, como si pidiera perdón o ayuda. Le dije: “Descanse, está a salvo”. Por primera vez en muchos años, sentí que mi casa volvía a tener un propósito. Afuera, el cielo se teñía de violeta y el río seguía cantando su eterna canción, como si guardara el secreto de lo que acababa de ocurrir.
El agua estaba helada, tan helada que parecía tener vida propia, mordiendo mi piel con una furia que solo el invierno podía entender. Pero no lo pensé ni un instante. No hubo tiempo para medir consecuencias ni temores. Solo sentí el impulso visceral de lanzarme al río. Porque había un cuerpo humano luchando entre la corriente y el olvido.
Y aunque mis piernas viejas temblaban como ramas al viento, la fuerza que me empujaba venía de un lugar que ya no conocía de debilidades. “No puedo permitir que el río se lleve a otra alma”, dije entre jadeos. No después de tantas que ya había visto desaparecer sin que nadie moviera un dedo. La corriente me golpeó con violencia.
El agua me subió por el pecho y me empujó hacia atrás. Pero clavé los pies en el fondo lodoso y me aferré a mi propio coraje. Cada brazada era una pelea contra algo invisible, una batalla entre el cuerpo que se resistía y el corazón que no sabía rendirse. “¡Resista!”, grité con desesperación, aunque sabía que el hombre no podía oírme.
El agua me cortaba la piel como cuchillos de cristal y el frío me envolvía en un abrazo cruel, pero seguí adelante, movida por una energía que no venía de mis músculos, sino de mi alma. El río rugía, las piedras resbalaban, el viento me azotaba la cara y el barro se mezclaba con mi falda. Pero yo, Amalia, avanzaba sin mirar atrás.
Cuando por fin llegué hasta el cuerpo, lo tomé de los hombros, notando el peso muerto y el silencio que emanaba de él. “Todavía respira, no puede estar muerto”, pensé, y comencé a tirar con toda la fuerza que me quedaba. La corriente parecía burlarse, arrastrando al hombre de nuevo hacia el centro.
Pero me planté firme y grité: “¡No lo soltaré! ¡Si el río quiere llevárselo, tendrá que llevarme a mí también!”. Tiré con las manos entumecidas, sintiendo cómo los músculos me ardían, cómo la espalda me dolía como nunca antes. El cuerpo se movió lentamente, golpeando una piedra, y aproveché ese impulso para jalarlo hacia la orilla.
Cuando mis pies tocaron tierra firme, caí de rodillas, jadeando como si acabara de volver de la muerte. El hombre estaba pálido, con el rostro cubierto de barro, las ropas empapadas y los brazos marcados por cuerdas gruesas. Lo observé durante un instante que pareció eterno, intentando encontrar en su rostro alguna señal de vida.


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