“Nadie me manda a callar la boca”, soltó Rodrigo del Valle, con una sonrisa arrogante y una copa de vino en la mano, como si el salón entero del Hotel El Mirador existiera solo para aplaudirle. La noche de gala brillaba con lámparas doradas, música suave y trajes que olían a perfume caro y vanidad. Los invitados se abrazaban con sonrisas ensayadas, hablaban de cifras como si fueran secretos sagrados y reían demasiado alto para que nadie notara lo vacío de sus palabras.
Rodrigo caminaba entre ellos como un rey joven. No era el dueño de la empresa inmobiliaria que celebraba el “negocio del año”, pero su apellido bastaba para que las miradas se enderezaran y los chistes se le perdonaran. Era hijo de Fernando del Valle, uno de los empresarios más conocidos de la ciudad, y eso le había enseñado una lección peligrosa: que el mundo se inclinaba si él levantaba la voz.
Por eso le molestó verla.
En una esquina, casi pegada a la pared, una empleada de limpieza pasaba la mopa con cuidado, como si intentara borrar el rastro de la fiesta antes de que existiera. Tenía el cabello recogido, uniforme sencillo, manos cansadas. Nadie parecía notarla, pero para Rodrigo fue como encontrar una mancha en su fotografía perfecta.
Se acercó con dos amigos detrás, esos que siempre reían un segundo después de él.
—¿Y esto qué es? —dijo fuerte, señalándola como si fuera una atracción—. ¿Estamos en un evento de lujo o en la central de abastos?
La joven alzó la mirada sin apurarse. Tenía el rostro sudado y las manos temblorosas por el trabajo del día, pero los ojos… los ojos no temblaban. Eran de esos ojos que han aprendido a sostener el mundo sin pedir permiso.
—Disculpe, señor —respondió, tranquila—. Me pidieron dejar esto limpio antes de que empezara el evento.
Uno de los amigos soltó una risa.
—Pues ya empezó y tú aquí arruinando la vista.


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