Y un día, al final del verano, Alma se plantó frente a Tomás con una decisión que le temblaba en los labios.
—Quiero tu apellido —dijo—. No para olvidar a Magdalena… sino para que nadie vuelva a decir que no pertenezco. Quiero ser Alma Herrera. ¿Puedo?
Tomás sintió que algo dentro de él, algo roto desde la noche en que perdió a Clara, por fin encontraba su forma.
—Claro que sí —respondió con una sonrisa que el pueblo no le conocía.
Esa misma tarde, Lía abrió el medallón de plata y lo sostuvo contra la luz.
—Mamá dijo que si todo fallaba, te buscáramos. Y… falló todo —murmuró—. Pero tú abriste la puerta.
Tomás la abrazó con cuidado, como quien aprende a abrazar de nuevo.
—No falló todo —susurró—. Porque llegaron. Porque elegimos quedarnos.
En el porche, con el sol dorado cayendo sobre el rancho, Ru se reía montando un pony pequeño. Dorotea llegaba con pan fresco. Silas contaba historias imposibles. Fernández traía un periódico doblado con noticias que ya no importaban tanto. Y Tomás, afilando un cuchillo como quien afila el futuro, miró a las niñas y entendió que la palabra “casa” no era madera ni techo. Era promesa cumplida. Era fuego encendido por más manos. Era un lugar donde, incluso después de la nieve y el miedo, alguien abre la puerta y dice, sin dudar:
“Ya están en casa.”


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