Durante doce años, María vivió con el corazón partido en dos. Una mitad se quedaba en su pequeña casa, con sus tres hijos creciendo a prisa entre la ausencia y la espera; la otra mitad se iba cada día a la casona del centro de Zacatecas, donde una mujer anciana, orgullosa y amarga —doña Esperanza— exigía cuidados como si el mundo le debiera algo.
María no era una santa, pero sí una mujer que sabía resistir. Aprendió a dormir con un oído alerta, por si la señora tosía, se quejaba o llamaba con esa voz áspera que cortaba el aire: “¡María! ¿Dónde estás?”. Aprendió a tragar la humillación cuando le tiraban la sopa porque “estaba fría”, o cuando le reclamaban con desprecio que el agua olía “a pobreza”. Aprendió a sonreír aunque le temblaran los labios, porque en el fondo había una promesa silenciosa que la sostenía: algún día todo ese sacrificio tendría sentido.
A veces, de madrugada, cuando la casa quedaba por fin en silencio, María se sentaba en el cuarto de servicio y miraba la foto arrugada de sus hijos. Daniela, la mayor, ya tenía once; Mateo, nueve; Julián, apenas seis. “Aguanten”, les decía en voz baja, como si pudieran oírla a kilómetros. “Aguanten un poquito más. Estoy haciendo esto por ustedes.” Y luego volvía a levantarse, porque doña Esperanza siempre encontraba una razón para no dejarla descansar.
La anciana, sin embargo, también tenía momentos raros de claridad. No ternura —porque no era mujer de abrazos—, sino una especie de sinceridad seca, como quien confiesa algo sin permitirse llorar. “Mis hijos…”, murmuraba a veces mirando al techo, “mis hijos me dejaron aquí como se deja un mueble viejo.” María no respondía, porque sabía que el dolor ajeno no siempre admite consuelo, solo compañía.
El invierno de ese último año llegó con un viento feroz que golpeaba las ventanas de la casona. Una noche, doña Esperanza empezó a respirar como si tuviera piedras en el pecho. El médico fue, salió, bajó la mirada. “Es cuestión de días”, dijo.
María se quedó. Se quedó porque había aprendido a quedarse, incluso cuando nadie se lo pedía. Esa madrugada, en el lecho blanco, la mano de doña Esperanza buscó la de ella con una urgencia inesperada. Los dedos fríos apretaron fuerte.
—No te preocupes… —susurró la anciana, la voz rota—. Ya dejé todo arreglado.
María sintió que algo se le cerraba en la garganta.
—Vas a recibir lo que mereces por estos años.
Doña Esperanza tragó aire, como si cada palabra costara una vida. Y entonces la miró, de verdad la miró.
—Escúchame bien, María… Mis hijos son víboras. No confíes en ellos. Tú… tú te quedaste cuando todos se fueron. El abogado… tiene las instrucciones.
Esa misma noche, sin más drama, doña Esperanza exhaló el último suspiro. María le cerró los ojos con las manos temblorosas y se quedó sentada hasta que amaneció, rezando bajito mientras la vela se consumía. No lloró de inmediato. Era un vacío extraño: había dedicado doce años a una mujer que nunca fue su familia, y aun así, en ese instante, le dolía como si perdiera un pedazo de vida.


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