La mandíbula de Cole se tensó. “Eso no es desgracia”, murmuró, “eso es crueldad disfrazada de tradición”.
“En mi pueblo, la crueldad hacia las viudas es común”, dijo Sani, bajando la mirada, “pero el hambre… el hambre es peor que cualquier rechazo, porque no duele solo en el alma, sino en el cuerpo”.
Cuando Tala terminó de comer, se apoyó somnolienta en el costado de su madre, con los ojos entrecerrados, luchando por mantenerse despierta pero finalmente rindiéndose al cansancio.
“Señora”, dijo Cole, muy despacio, “usted no va a trabajar esta noche”.
Sani se puso rígida. “¿Por qué no?”, preguntó, el miedo volviendo de golpe, como si esperara otra trampa en esas palabras.
“Porque este no es un lugar donde la gente hambrienta trabaja solo por un plato de comida”, respondió él, “usted y su niña dormirán aquí, mañana veremos cómo arreglar lo demás”.
Sus ojos se abrieron, mezclando desconfianza, gratitud y puro desconcierto, porque los hombres no habían sido amables con ella desde que enviudó, y casi todos habían mirado su cuerpo antes que su necesidad.
Pero aquel vaquero la miraba como se mira el horizonte: con respeto, sin codicia, como algo que no se posee ni se empuja, simplemente se contempla con calma.
Solo eso bastó para apretarle el pecho de una forma nueva, dolorosa y dulce a la vez, como si el corazón recordara algo que creía perdido.
Cole improvisó un lecho para Tala junto al fuego, y para Sani extendió una manta y una almohada en un rincón de la sala, quedándose él en su habitación con la puerta abierta por si necesitaban algo.
A medianoche, los caballos comenzaron a resoplar inquietos, luego a golpear el suelo, y después un silbido lejano cortó la calma con una nota afilada que no pertenecía al viento.
Sani se incorporó de golpe, con los ojos desorbitados por el miedo. “No”, susurró, “no ellos, no esta noche, por favor”.
Cole salió de su habitación con las botas puestas, ajustándose la camisa. “¿Quién está ahí afuera?”, preguntó, aunque en su interior ya sabía que no era un simple coyote.
“La voz de Nantan”, murmuró Sani, temblando, “hermano de mi esposo; juró que si nos encontraba fuera de la banda, se llevaría a Tala y me castigaría por deshonrar a su clan al sobrevivir sola”.
Otro silbido se oyó, más cerca, más agudo, respuesta invisible para hombres escondidos entre la salvia y la oscuridad.
Cole tomó su rifle. “Quédese detrás de mí”, ordenó con firmeza.
Sani le agarró la muñeca. “No entiendes, Nantan no viene solo, trae guerreros, hombres que no temen quemar un rancho entero para dar un escarmiento”.
Cole apartó su mano con suavidad. “Señora, llevo once años defendiendo este rancho solo; si algún día arde, será porque yo lo permití, no porque otro lo haya decidido”.
Desde la ventana, se veían sombras desplazándose entre los matorrales: tres jinetes, quizá cuatro, acercándose con el sigilo de quienes están acostumbrados a la guerra.
“Lleve a Tala y agáchense”, susurró Cole, “no salgan hasta que yo lo diga”.
Entonces salió al porche, directo al frío de la noche bañada por la luna, con el rifle en las manos y la mirada fija en los jinetes.
Nantan avanzó al frente, con una cicatriz cruzándole la mejilla y los ojos llenos de ira y alcohol mezclados en una misma hoguera peligrosa.
“Vaquero”, gruñó, “tienes algo que pertenece a mi sangre y vengo a llevármelo, contigo vivo o muerto”.
Cole mantuvo el rifle bajo, sin apuntar aún, pero listo. “Una viuda no es un objeto”, dijo, “y una niña menos todavía; no se llevan como si fueran ganado”.
“No hables de caminos apaches que no conoces”, escupió Nantan, “su esposo debía sangre al clan, ella debe servicio y la niña obediencia; nos pertenece por derecho de familia”.


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