—Maddie —dijo, con voz firme—. Lamento el desastre allá afuera.
Entré con cautela. —¿Por qué organizaría todo esto?
Hizo un gesto para que cerraran la puerta. —Porque vales más de lo que la gente que te rodea piensa. Y porque es hora de que escuches la verdad sobre tu esposo.
Mi pulso se disparó. —¿Qué verdad?
Daniel exhaló lentamente. —Siéntate. Esto no va a ser fácil.
Me dejé caer en el asiento de cuero color crema frente a Daniel, con las palmas húmedas y el corazón golpeando contra mis costillas. Los motores zumbaban suavemente mientras la tripulación completaba sus controles. Afuera, Denver se reducía a una mancha de concreto y cielo gris de invierno.
Daniel cruzó las manos. —Tu esposo ha estado usando tu nombre.
Parpadeé. —Usando… ¿mi nombre?
—Para créditos. Para registros comerciales. Para una solicitud de préstamo el mes pasado. —Sus ojos sostuvieron los míos con una seriedad inquebrantable—. Hay una revisión interna en la firma. Uno de los documentos marcados tenía tu firma: copiada, no firmada.
La habitación se inclinó. —Eso es imposible. Yo nunca…
—Lo sé —dijo en voz baja—. Por eso fleté el jet. Necesitaba alejarte de él lo suficiente para hablar.
El peso de sus palabras se asentó como una piedra en mi pecho. Ethan siempre había restado importancia a las finanzas como “su área”, afirmando que no necesitaba preocuparme. Cada vez que pedía ver el papeleo, me ignoraba o me acusaba de no confiar en él. Ahora la verdad se enfocaba con nitidez: no quería mi confianza. Quería mi identidad.
Daniel continuó: —Ya me he puesto en contacto con un equipo legal. No estás en problemas, pero necesitas protección. —Hizo una pausa—. También necesito preguntarte algo incómodo: ¿te ha manipulado de otras formas?
Tragué saliva con dificultad. Los recuerdos surgieron como moretones: Ethan controlando cada decisión, menospreciando mi trabajo, aislándome de mis amigos, obligándome a acompañar a Vanessa en recados para “conectar”. Lo había confundido con una dinámica difícil con la familia política. Ahora veía el patrón claramente.
—Sí —susurré—. Demasiadas.
La expresión de Daniel se suavizó. —Entonces esta conversación llega con retraso.
El jet se estabilizó y una azafata trajo agua, aunque mis manos temblaban demasiado para beber. Miré el horizonte desapareciendo bajo las nubes.
—¿Qué pasa ahora? —pregunté.
—Tienes opciones —respondió Daniel—. Pero el primer paso es la distancia. He organizado una suite privada para ti en Nueva York. Quédate todo el tiempo que necesites. —Se recostó—. Mi equipo te guiará para desenmarañar cada documento que él falsificó.
Las lágrimas picaron en mis ojos, no de miedo, sino por la asombrosa comprensión de que alguien me creía, alguien estaba dispuesto a defenderme sin dudarlo.
—Pero, ¿por qué usted? —pregunté—. ¿Por qué ayudarme tanto?


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