—Es más dinero del que veremos en toda nuestra vida.
Los socios aplaudieron la respuesta como si se tratara de un chiste. Mateo sonrió satisfecho.
—Exacto. Más dinero del que tú, tu madre, tus hijos y los hijos de tus hijos verán jamás. Es el tipo de dinero que separa a la gente como yo de la gente como ustedes.
Las risas siguieron. Uno grababa con el móvil, otro decía que aquello era “mejor que la televisión”. Elena, pegada a la pared, intentaba hacerse invisible. Pero su hijo no apartaba la mirada ni de ella ni de Mateo.
El millonario volvió a acariciar la caja fuerte como si fuese un trofeo.
—Esta belleza tiene tecnología militar. Escáner biométrico, códigos que cambian cada hora. Es imposible abrirla sin la combinación correcta.
El niño frunció el ceño.
—Entonces, si es imposible abrirla —preguntó con calma—, ¿por qué ofrece dinero?
Mateo se quedó un segundo en blanco.
—¿Cómo dijiste?
—Si sabe que nadie puede abrirla, no corre riesgo de pagar los cien millones —repitió el niño—. Entonces no es una oferta, es solo un juego para reírse de nosotros.
El silencio fue distinto esta vez. Incómodo. Pesado. Algunos socios se removieron en sus sillas, como si de pronto el chiste ya no hiciera tanta gracia.
—Mira nada más —intentó bromear uno—. El niño tiene cerebro.
—Cerebro sin educación no sirve —replicó Mateo, recuperando el tono arrogante—. Y la educación cuesta dinero que gente como ustedes no tiene.
—Mi papá decía lo contrario —contestó el niño, sin bajar la mirada.
—¿Tu papá? —se burló otro—. ¿Dónde está? ¿Ocupado para cuidar a su hijo?
—Está muerto —dijo el niño.
Elena soltó un sollozo ahogado que llenó la sala más que cualquier grito. Incluso los más cínicos se removieron incómodos. Mateo, por primera vez en años, murmuró un “lo siento” que sonó hueco incluso para él.
El niño lo miró directamente.
—No, no lo siente. Si lo sintiera, no estaría haciendo esto.
Mateo sintió que algo en el control de la escena se le escapaba de las manos.
—Ten cuidado con cómo me hablas, niño.
—¿O qué? —preguntó el chico, sin alzar la voz—. ¿Va a despedir a mi mamá? ¿Va a quitarnos el único trabajo que apenas alcanza para comer? ¿Va a hacernos todavía más pobres de lo que ya somos?
Cada pregunta era una bofetada. Los socios guardaron silencio. El niño dio un paso hacia la caja fuerte.
—Mi nombre es Santiago Vargas Mendoza —dijo—. Mi papá se llamaba Diego Mendoza y era ingeniero de seguridad. Diseñaba sistemas para bancos y empresas. Me enseñaba sobre códigos y algoritmos mientras trabajaba en casa. No sólo me enseñó de metal y tecnología… me enseñó cómo piensan las personas.
Uno de los socios buscó el nombre en su móvil. El color se le fue del rostro.
—Dios mío… —susurró—. Diego Mendoza… el ingeniero que murió en un “accidente” en el Banco Nacional.
Santiago asintió.


Yo Make również polubił
Fui contratado para cuidar de una tumba anónima durante cinco años. Ningún familiar apareció jamás… hasta el día en que vi la foto en la lápida: era una foto mía de cuando era niño.
«Puedes comer en la cocina», dijo, con ese tono despectivo que había usado durante cuarenta años con cualquiera que considerara indigno. «En esta mesa, solo adultos».
« MA FEMME A GAGNÉ 9 MILLIONS DE DOLLARS ET M’A LARRAGÉ LE JOUR MÊME, PERSUADÉE QUE LE CONTRAT DE MARIAGE ME LAISSERAIT SANS RIEN. MAIS AU TRIBUNAL, UNE SEULE PHRASE QU’ELLE A NÉGLIGÉE A TRANSFORMÉ SA VICTOIRE EN DÉSASTRE… ET A LAISSÉ SES PARENTS PÂLES COMME DES FANTÔMES. »
Il a mis sa femme enceinte à la porte parce qu’elle attendait une fille, mais il a payé une fortune pour que sa maîtresse accouche d’un garçon dans une clinique privée. Pourtant, le jour même de la naissance, quelque chose s’est produit qui allait changer son destin à jamais.