El impacto de esas palabras golpeó a Dom Afonso. En un impulso que desafiaba todas las convenciones, tomó las manos de ella.
“Maria das Dores”, dijo con voz firme, “te prometo que mientras yo viva, jamás serás tratada como propiedad en esta casa. Y un día… un día encontraré el medio de liberarte legalmente. A ti y a José. Es lo mínimo que puedo hacer por quien salvó a mi hijo… y me enseñó a ver el mundo con otros ojos”.
Fiel a su palabra, Dom Afonso comenzó el arduo y escandaloso proceso legal. Soportó el desprecio de sus pares y la confusión de sus sirvientes. Su relación con Maria se profundizó en la intimidad de la biblioteca y la sala de música, un amor prohibido que ninguno se atrevía a nombrar, pero que crecía con cada libro compartido y cada nana cantada.
Un año después, Dom Afonso entró en la biblioteca donde Maria leía. No llevaba un libro, sino un documento oficial con el sello imperial.
“Maria”, dijo, su voz cargada de emoción. “Es tu carta de alforria. Y la de José”.
Ella tomó el documento con manos temblorosas. Las lágrimas que cayeron esta vez no eran de dolor, sino de liberación. Ya no era propiedad. Era una persona. Miró a Dom Afonso, y por primera vez, él no vio a una esclava, ni ella a un amo. Vieron a un hombre y a una mujer.
El amor entre ellos seguiría siendo imposible a los ojos del Brasil de 1855, pero el destino de la Casa Valença había cambiado para siempre. En la guardería, el pequeño Dom Pedro y el pequeño José, ajenos a las leyes de los hombres, crecían como hermanos, unidos no solo por la sangre, sino por el coraje de la mujer que les había dado la vida.


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