Richard juntó las yemas de sus dedos. —Si me lo permites, quiero ayudarte: vivienda, educación, cualquier cosa que necesites. —Hizo una pausa—. Y quiero que seas parte de la familia.
Ethan negó con la cabeza. —No quiero tu dinero. Quiero que me devuelvan mi vida, la vida que debería haber tenido.
Liam dio un paso adelante. —Entonces déjanos darte esa oportunidad. No para reescribir el pasado, sino para construir algo desde aquí.
Durante las siguientes semanas, Ethan se quedó en una suite del hotel mientras los Carter manejaban el papeleo para establecer su identidad y estatus legal. Comenzó a asistir a terapia, a vestirse con ropa limpia y a comer con regularidad. Pero adaptarse no fue fácil. Había pasado años en la calle; la confianza no le salía naturalmente.
A veces se estremecía cuando alguien hablaba demasiado alto. A veces comía como si la comida fuera a desaparecer. A veces se despertaba jadeando por pesadillas que nunca describía.
Liam no lo presionó. Simplemente se quedó: invitando a Ethan a comer, mostrándole la ciudad, ayudándolo a solicitar programas escolares. Lentamente, Ethan comenzó a relajarse.
Una noche, estaban parados en la terraza de la azotea, con las luces de Manhattan brillando abajo. —Sabes —dijo Ethan en voz baja—, solía odiar a la gente como tú. Gente que tenía todo servido en bandeja.
Liam asintió. —Yo solía pensar que la gente como tú era simplemente… parte del fondo. Algo que mi mundo no tocaba.
Ethan sonrió con sarcasmo. —Supongo que la vida nos demostró a ambos que estábamos equivocados.
Pero el cambio real llegó cuando Richard reconoció públicamente a Ethan como su hijo. El frenesí mediático fue intenso: los reporteros escarbaron en el pasado de Karen Hayes, criticaron los errores de Richard, especularon sobre la herencia. Ethan odiaba la atención, pero Liam estuvo a su lado durante cada entrevista, cada visita al juzgado, cada titular.


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