Roberto siempre creyó que su esposa era una mujer perfecta, elegante, refinada, impecable ante el mundo y supuestamente la madre ideal para su hija.
Desde que Sofía quedó ciega dos años atrás, Roberto se aferró a esa imagen como a un salvavidas, porque aceptar otra verdad habría destruido su hogar.
El dinero, sin embargo, tiene un talento cruel: puede cubrir grietas con brillo, puede comprar silencio, y puede disfrazar de “clase” lo que en realidad es frialdad.
En esa mansión, todo olía a lujo, pero a veces el lujo también huele a control, a apariencias y a secretos aprendidos en voz baja.
Ese martes, una reunión se canceló de improviso, y Roberto regresó a casa mucho antes de lo previsto.
No avisó, porque no lo consideró necesario, y tampoco imaginó que esa decisión iba a abrirle una puerta que llevaba años cerrada.
Al entrar, lo golpeó un silencio pesado, no el silencio normal de una casa ordenada, sino un silencio tenso, como si alguien hubiera apagado la respiración.
El reloj del pasillo marcaba cada segundo con una precisión ofensiva, y los cuadros carísimos parecían mirarlo como testigos mudos.
Roberto dejó el maletín en el recibidor y caminó hacia la sala principal, esperando ver a Sofía con su madre, tal vez practicando lectura en braille o escuchando música.
En vez de eso, oyó un murmullo urgente, una voz suave suplicando calma, y un ruido seco que no combinaba con el terciopelo del hogar.
Se acercó sin hacer ruido, y entonces lo vio.
La gobernanta, Teresa, estaba delante de Sofía como un escudo humano, con los brazos abiertos, el cuerpo tenso, y una expresión de miedo que Roberto jamás le había visto.
Sofía estaba sentada en el sofá con las manos apretadas sobre el regazo, la cabeza inclinada, y el rostro vuelto hacia el sonido como si el aire mismo le doliera.
La niña temblaba, no por frío, sino por esa tensión interna que aparece cuando alguien espera un golpe aunque nadie lo anuncie.
Enfrente de ellas estaba Laura, la esposa de Roberto, con el mentón alto y la voz cortante, sosteniendo un bastón blanco como si fuera un objeto molesto.
No estaba consolando a su hija, estaba corrigiéndola, y el tono que usaba era el de quien está cansada de una carga, no el de una madre cuidando.
Roberto se quedó paralizado en el marco de la puerta, porque su mente intentó negar lo que sus ojos estaban registrando.
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Y ese segundo de negación, breve pero real, fue la primera grieta en la imagen perfecta que él había comprado con años de autoengaño.
Laura dijo algo que Roberto nunca olvidaría: “Deja de actuar, Sofía, no eres la única con problemas en esta casa.”
Teresa respondió con firmeza contenida, suplicando que bajara la voz, recordándole que Sofía se alteraba con facilidad desde el accidente.
La palabra “actuar” quedó flotando como veneno.


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