La puerta giratoria se tragó el aire caliente de la calle y la devolvió a un frío impecable. A la izquierda, el concierge sonreía con dientes perfectos a una pareja rubia con maletas nuevas. A la derecha, un grupo de turistas asiáticos esperaba en fila sin que nadie les ofreciera agua.
Valeria observó sin levantar la barbilla. También lo harían las cámaras, si nadie “olvidaba” guardar el material.
En la entrada, el botones apenas la miró. Pero al instante corrió —literalmente corrió— a abrirle la puerta a una camioneta de lujo que acababa de llegar detrás. Un señor blanco, de pelo plateado, bajó con lentes caros. El botones casi le hizo una reverencia.
Valeria anotó mentalmente: prioridad por apariencia.
Avanzó hacia recepción. La encargada del turno, Carla Méndez, estaba erguida como una estatua, gafete reluciente, labios tensos.
—Buenos días —saludó Valeria.
Carla ni siquiera devolvió la sonrisa.
—Documento y tarjeta —dijo, seco, señalando el mármol del mostrador como quien ordena.
Valeria colocó su identificación y una tarjeta negra. No era una tarjeta cualquiera: era la que estaba ligada a la cuenta corporativa. Carla la tomó como si fuera plástico sospechoso.
Mientras tecleaba, una pareja blanca se acercó al lado. El otro recepcionista los recibió con entusiasmo, como si fueran familia.
—¡Bienvenidos! ¿Cómo estuvo el vuelo? Tenemos un upgrade disponible, cortesía de la casa…
No les pidió identificación. No revisó nada. No dudó.


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