Todavía podía ver ese pasillo de hospital: luces blancas, olor a desinfectante, el sonido de los tacones de su tía corriendo detrás de él. “Llegaste tarde”, le dijeron. Y esa frase lo persiguió trece años. Llegó tarde a todo: a su juventud, a sus amigos, a sus pasiones, a su propia tranquilidad.
Soñaba con ser arquitecto. Dibujaba edificios en servilletas mientras otros hablaban de inversiones. Pero el destino le empujó un traje y una firma. De pronto, la vida de miles de empleados dependía de sus decisiones. Aprendió a leer balances como quien aprende a leer un corazón: buscando fallas invisibles antes de que se rompa.
La gente lo admiraba. Lo envidiaba. Lo perseguía.
Y en el terreno del amor, Javier estaba cansado. Había conocido mujeres que se enamoraban de su penthouse antes que de su voz. Otras huían del peso del apellido, como si salir con él fuera firmar un contrato.
Hasta que apareció Valeria Ruiz.
La conoció en una gala benéfica en un hotel de Polanco. Ella tenía treinta y dos años, elegancia sin exceso, sonrisa templada, conversación inteligente. Trabajaba como coordinadora de eventos para una firma de lujo. Cuando le presentaron a Javier, ella no le preguntó por sus hoteles. No le preguntó por su fortuna. Le habló de arte latinoamericano, de jazz, de literatura. De pronto, él se sintió… visto.
Se enamoró como no se enamora un hombre acostumbrado a controlar todo, sino como se enamora alguien que lleva demasiado tiempo sosteniendo un mundo: con desesperación silenciosa.
Los primeros seis meses fueron un respiro. Valeria era cariñosa sin ser demandante, presente sin ser invasiva. Reían, viajaban, cocinaban juntos cuando Javier podía escaparse de las reuniones. Él empezó a creer que, por fin, la vida le devolvía algo.
Luego llegó la niebla. Sutil. Casi amable.


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