Valeria empezó a mencionar joyas que “le encantaban”, restaurantes “que soñaba probar”, destinos “que eran una experiencia única”. Nada directo, nada vulgar. Todo envuelto en sonrisas y frases casuales. Javier lo justificó: “Le gustan las cosas bonitas. No significa nada”.
Pero cada vez que él sugería una noche de películas en casa, ella parecía decepcionarse. Cada vez que él hablaba de trabajo, ella lo miraba como si le estuviera robando algo.
Aun así, Javier se aferró. Porque admitirlo sería aceptar que quizá estaba repitiendo el mismo patrón: creer que lo querían a él, cuando en realidad querían el mundo que lo acompañaba.
Seis meses antes, Javier le propuso matrimonio en un viaje a Europa. No en París, como en las películas, sino en un rooftop de Madrid, con la ciudad iluminada y el viento tibio de primavera. Valeria lloró, dijo que sí, le temblaban las manos. Javier sintió que por fin estaba construyendo un hogar, no un hotel.
La boda empezó con un presupuesto enorme y terminó siendo un monstruo. Lo que iba a ser íntimo se volvió espectáculo. Lo que iba a costar “razonable” se triplicó. Cada objeción de Javier era respondida con argumentos que sonaban lógicos… hasta que te dabas cuenta de que siempre terminaban en lo mismo: más lujo, más invitados “importantes”, más brillo.
Y aun así, él cedía. Porque quería verla feliz. Porque pensaba que el amor era eso: ceder.
La idea del disfraz surgió un viernes por la mañana, como una chispa tonta. El chofer de confianza de la familia, Don Nacho, pidió el día libre por el cumpleaños de su nieto. Valeria llamó: quería ir de compras con sus dos amigas, Pamela y Carmina.
Javier, agotado por semanas de reuniones, sintió un impulso extraño: quería verla “sin filtro”. Quería escuchar su risa real, su espontaneidad, su mundo. Y también quería sorprenderla, como si pudiera recuperar la emoción genuina.
Así que lo hizo.
Camisa blanca sin marcas, pantalón negro, saco sobrio. Gorra, lentes oscuros. Se practicó una voz neutra. Llamó desde un número alterno. Se presentó como “el reemplazo”.
Valeria ni siquiera preguntó su nombre.
A las cinco, Javier estacionó una camioneta negra frente al edificio en Polanco. Valeria salió con Pamela primero, riendo, cargadas con bolsas. Valeria traía un vestido que él le había comprado, un bolso que costaba más de lo que muchos ganaban en un año. Javier bajó a abrirles la puerta. Ninguna lo miró de verdad. Era parte del paisaje: útil, reemplazable, invisible.
Recogieron a Carmina en la Roma. Carmina era de risa fuerte y comentarios filosos. A Javier nunca le cayó bien, pero siempre lo disimuló por Valeria.
—¿A dónde, señoritas? —preguntó Javier, con voz plana.
—A Masaryk, y luego a Antara —respondió Valeria sin mirarlo.
Javier arrancó.


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