Los primeros minutos fueron conversación trivial: tráfico, clima, una influencer. Javier casi se relajó.
Entonces Carmina soltó, como quien comenta el menú:
—Oye, Vale, ya casi te casas con el cajero automático, ¿no?
Las tres se rieron. No una risa leve. Una carcajada limpia, sin culpa.
Javier sintió un golpe en el estómago. Sus dedos se cerraron sobre el volante. Pero mantuvo la mirada en la calle. “Es broma”, se dijo. “Es humor tonto”.
Valeria suspiró con satisfacción.
—Ya era hora, la verdad. Dos años fingiendo interés por sus historias de hoteles… —y soltó una risita—. Debería darme un premio.
El mundo se apagó por un segundo. Como si el sonido del tráfico se hubiera alejado.
Pamela añadió, con un tono que pretendía ser amable:
—Bueno, al menos está guapo.
—Sí, guapo y… manejable —dijo Valeria—. El sexo es aceptable. Lo malo es lo demás: es tan predecible. Parece un contador de cincuenta atrapado en el cuerpo de un hombre de treinta y seis.
Carmina aplaudió, divertida.
—Pero, mi amor, ¿quién necesita espontaneidad cuando tienes tarjetas ilimitadas?
Valeria soltó una risita breve, complacida.
—Exacto. Cada cena aburrida es un Cartier. Cada fin de semana en casa, un viaje a Bora Bora.
Javier tragó saliva. Sintió náuseas. Quiso frenar, girarse, gritarles que era él, que las escuchaba. Pero algo lo mantuvo quieto: una necesidad cruel de oírlo todo, de no dejar espacio a la negación.
Valeria bajó la voz, como compartiendo un tesoro.
—Ayer me mencionó algo de un prenupcial, “por tradición familiar”. ¿Puedes creerlo?
Pamela se inclinó, interesada.
—¿Y qué hiciste?
Valeria se rió, orgullosa.
—Lo de siempre. Lágrimas, voz rota, “¿no confías en mí?”. El tonto se disculpó. Dijo que tenía razón. Que no habría prenupcial. Y luego… —hizo una pausa teatral— …sexo de reconciliación. Fue demasiado fácil.
Carmina soltó un “¡Reina!” como si estuviera aplaudiendo una jugada maestra.
Javier sintió que se le aflojaban los músculos de la cara bajo los lentes. No lloró. Todavía no. Pero algo se rompió adentro, con un crujido invisible.
Pamela, más pragmática, preguntó:
—¿Y qué harás después? Porque si te divorcias muy pronto, te quedas corta.
Valeria respondió sin dudar:
—Primeros cinco años: esposa perfecta. Sonrío en fotos, aguanto cenas, finjo interés en su fundación. Y sí… —la voz se volvió fría— …tengo que tener hijos. Dos mínimo. Tres si puedo soportarlo. Eso asegura más.
Javier casi se desvía. El claxon de un auto lo devolvió al carril. El semáforo se puso en rojo. Su corazón latía demasiado rápido. Pensó en todas las noches hablando de nombres de bebés, de cuartos infantiles, de “nuestra familia”. Para ella no era amor. Era estrategia.
Carmina preguntó, con curiosidad morbosa:
—¿Y el abogado ese… Rodrigo?
Javier sintió que el aire se doblaba.
Valeria soltó una risa breve.
—Rodrigo es… divertido. Pura pasión. Todo lo que Javier no es. Pero es pobre. Sirve para ahora. Ya luego se verá. Cuando me case, tendré que dejarlo… al menos un rato.
Pamela sonó preocupada:
—¿Y si Javier se entera?
Valeria se rio como si le hubieran preguntado si temía a la lluvia.
—¿Javier? Es confiado. Vive en su oficina. No sospecha nada. Además, sus empleados me adoran porque les doy propinas… con su dinero. Hasta Don Nacho me cubre.
Eso fue peor que todo.
Don Nacho, el hombre que había sido un tío para él… ¿la cubría?
El semáforo cambió a verde. Javier avanzó, rígido. Por primera vez, se permitió mirar el retrovisor. Vio a Valeria hermosa, radiante, riendo sin remordimiento. No parecía una villana. Parecía alguien disfrutando un chisme. Y eso lo desarmó más: la crueldad casual.
Durante el resto del trayecto, Valeria confesó detalles: cómo lo investigó antes de conocerlo, cómo planeó conversaciones para parecer compatible, cómo fingió amar sus pasiones. Cada “coincidencia” había sido un guion.
Cuando llegaron a Masaryk, Javier estacionó. Bajó. Abrió la puerta. Ellas salieron hablando de tiendas. Ninguna dio las gracias.
Se fueron.
Y Javier se quedó al lado de la camioneta, temblando. No de tristeza: de rabia y de alivio sucio. Porque su vida se había quebrado, sí, pero al fin veía claro.
Se quitó la gorra. Se quitó los lentes. Se miró en el reflejo oscuro del vidrio.
—Qué cerca estuviste de arruinarte —murmuró.
No volvió a casa. Manejó directo a la oficina de su abogado, Lic. Arturo Ramírez, un hombre mayor que había sido amigo de su padre.
Arturo lo escuchó sin interrumpir. Cuando Javier terminó, el abogado respiró hondo.
—Te dolió… pero te salvó —dijo—. Si te casas así, te destruye.
Javier apretó la mandíbula.


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