Encontré a Emma llorando detrás del merendero, todavía con la chaqueta de cuero rosa que su padre le había regalado esa mañana: una versión en miniatura de la suya, con “La pequeña piloto de papá” bordado en la espalda y una pequeña corona encima.
Lo que esos padres no sabían era que el padre de Emma, Miguel Santos, llevaba seis meses ahorrando para poder pagar aquel parque “bonito” en la zona rica de la ciudad, esperando que eso ayudara a que su hija por fin encajara en el colegio privado al que él se dejaba la vida trabajando en tres empleos para pagar.
Lo que pasó después enseñaría a todo un barrio que, muchas veces, las mejores personas vienen de los lugares que otros miran por encima del hombro, y que “el tipo de gente” a la que tanto temían estaba a punto de regalar a Emma un cumpleaños del que se hablaría durante años.
Yo estaba allí vendiendo bocadillos y perritos calientes desde mi furgoneta de comida cuando lo vi todo. Miguel, todavía con el uniforme de trabajador de limpieza urbana porque había hecho turno de mañana antes del cumpleaños, sentado en una mesa decorada con su hija. Globos rosas, guirnaldas de unicornios mezcladas con banderines de motos, una montaña de bolsas de regalo que parecía que nunca se abrirían.
“Quizá se han perdido, mi vida”, dijo Miguel en voz baja. “Voy a llamar a algunos padres.”
Pero Emma sabía la verdad. Los niños siempre saben.
“No van a venir, papá. Ayer en el cole, la mamá de Sofía miró mi invitación e hizo una cara fea. Le susurró algo a la mamá de Martina sobre la basura.”
La cara de Miguel… Nunca la olvidaré. Ese hombre que se levantaba cada día a las cuatro de la mañana para recoger la basura, que por las tardes trabajaba en un almacén y los fines de semana reparaba motos para sacar un poco más, todo para que su hija pudiera ir a un buen colegio. Estaba destrozado.
Emma intentó consolarlo, esa niña diminuta de seis años acariciando la mano áspera de su padre. “No pasa nada, papá. Podemos comernos todo el pastel nosotros solos.”
Fue entonces cuando hice algo impulsivo. Saqué una foto de la fiesta vacía y la publiqué en un foro local de motoristas con este mensaje: “Cumpleaños de una niña de seis años. Nadie ha venido porque su padre es basurero y va en moto. ¿Hay alguien libre?”.
La primera moto llegó quince minutos después.


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