Si vienes de nuestra página de Facebook buscando saber qué pasó con el “Ruso” y quién era realmente ese anciano, estás en el lugar correcto. A continuación, te contamos la historia completa, sin censura y con el desenlace que nadie vio venir. Prepárate, porque lo que estás a punto de leer te cambiará la forma en la que juzgas a las personas por su apariencia.
El comedor de la prisión de San Quintín es un lugar donde el aire pesa. Huele a sudor rancio, a frijoles quemados y, sobre todo, a miedo. Pero esa tarde, el miedo tenía un sabor diferente. Era metálico, como cuando te muerdes la lengua por accidente.
Ivan “El Ruso” Petrov no conocía ese sabor. O al menos, creía que no. Con sus casi dos metros de altura y 120 kilos de puro músculo inyectado, había entrado al penal hacía apenas tres días con la etiqueta de “depredador alfa”. En su mente, la cárcel no era un castigo, era un mercado, y él venía a ser el gerente.
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Había pasado sus primeras 72 horas analizando el terreno. Vio a las pandillas, vio a los solitarios, vio a los débiles. Pero su error fatal fue confundir el silencio con debilidad.
La anatomía de un error fatal
Cuando el Ruso posó sus ojos en la mesa del fondo, vio lo que todos los novatos ven: un viejo decrépito. El anciano, al que algunos guardias llamaban respetuosamente “Don Anselmo”, comía con una lentitud exasperante. Tenía la piel curtida como el cuero de un zapato viejo, el pelo completamente blanco y unas manos que temblaban ligeramente al sostener la cuchara de plástico.
Para el Ruso, esa imagen fue un insulto. “¿Cómo es posible que este fósil ocupe la mejor mesa, la que está cerca de la ventana?”, pensó. Su lógica era simple y brutal: la fuerza es el único derecho.
Caminó hacia allá. Cada paso que daba resonaba en el piso de concreto. Los otros presos, que llevaban años allí, sabían leer las señales del ambiente mejor que el clima. El “Chino” López, líder del ala sur, dejó su pan a medio morder. Los miembros de la Hermandad, que no le temían ni a la muerte, bajaron la vista a sus platos.


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