Nadie le advirtió. En la cárcel, cuando un novato va a cometer suicidio social, nadie lo detiene. Es parte del espectáculo.
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El Ruso llegó a la mesa. Pateó la silla. El estruendo fue el disparo de salida para una carrera hacia el abismo.
—¿Estás sordo, abuelo? —bramó, con esa voz que solía hacer orinar a sus deudores en la calle.
Don Anselmo no se inmutó. Siguió masticando un trozo de pan, mirando la nada, como si el gigante que le tapaba la luz no fuera más importante que una mosca molesta. Esa indiferencia fue lo que rompió el ego del Ruso. Lo empujó. La bandeja de comida voló. La sopa manchó el uniforme impecable del anciano.
Y entonces, el tiempo se detuvo.
El tatuaje que paró el corazón de la prisión
Como te contamos antes, el anciano se levantó despacio. Pero aquí es donde la historia se pone oscura. No fue solo un tatuaje lo que mostró al arremangarse la camisa.
Al subir la tela gris del uniforme, quedó al descubierto su antebrazo izquierdo. La piel ya estaba flácida por la edad, pero la tinta seguía negra, intensa, como si la hubieran inyectado ayer. No era una calavera, ni una mujer desnuda, ni las típicas lágrimas de presidiario.
Era un símbolo geométrico complejo: una serpiente de dos cabezas devorando un reloj de arena.
El Ruso no sabía qué significaba. Pero el resto del comedor sí.
Ese símbolo pertenecía a “Los Sin Tiempo”. Una organización de los años 80 que no se dedicaba al tráfico, ni al robo. Eran “limpiadores”. Eran los que los carteles contrataban cuando necesitaban que alguien desapareciera sin dejar rastro, sin ruido, sin testigos. Eran fantasmas. Y Don Anselmo no era un soldado de esa organización.
Por las dos cabezas de la serpiente, Don Anselmo era el fundador.
El capitán de los guardias, que observaba desde la torre de control, palideció. Tomó el radio y dio una orden que rara vez se escucha en una prisión de máxima seguridad: “¡Nadie dispare! Repito, nadie intervenga. Si tocan al viejo, estamos todos muertos antes del amanecer”.
El Ruso, ignorante de que estaba parado frente a la parca, levantó el puño para dar el golpe final. Un golpe capaz de romperle el cráneo a un hombre de esa edad.
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—Te voy a enseñar a respetar, viejo inútil —gritó.
Lanzó el puñetazo. Un misil de carne y hueso dirigido a la cara de Anselmo.
Lo que pasó a continuación fue tan rápido que muchos creyeron que fue un truco de la luz.
La danza del dolor
Anselmo no corrió. No saltó hacia atrás. Simplemente, rotó el cuello dos centímetros a la derecha. El puño del Ruso pasó rozando su oreja, cortando el aire.
Antes de que el Ruso pudiera recuperar el equilibrio, la mano “temblorosa” del anciano cobró vida. Con un movimiento seco y preciso, Anselmo golpeó con el canto de la mano en la garganta del gigante. No fue un golpe fuerte, fue quirúrgico.
El Ruso se atragantó. Sus vías respiratorias colapsaron momentáneamente. Se llevó las manos al cuello, los ojos desorbitados, buscando aire desesperadamente.


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