Álvaro Mendes pensó que el mármol importado podía silenciar cualquier cosa. Que los techos altos, los candelabros de cristal y las alfombras que amortiguaban los pasos podían, con el tiempo, amortiguar también los gritos. Se equivocó. El lujo no apagaba la desesperación; a veces la hacía eco.
Aquel mediodía, la puerta principal se abrió con una prisa torpe y la nueva niñera, Carla, apareció con los ojos brillosos y un brazo escondido contra el pecho, como si llevarlo a la vista fuera una vergüenza. Álvaro la observó desde el hall, todavía con la corbata puesta, como si el nudo apretado pudiera sostener también el día.
—¿Te mordió? —preguntó, incrédulo, al ver los arañazos y la marca semicircular, roja, perfecta, en la piel.
Carla tragó saliva y asintió. Sus manos temblaban mientras recogía su bolso.
—Señor Mendes… llevo quince años trabajando con niños. He visto rabietas, traumas, duelos, terrores nocturnos… pero nunca vi una niña tan… tan cansada de todo. Lara no quiere ayuda de nadie. Grita cuando intento ayudarla con lo básico. Lanza cosas si sugiero juegos. Hoy… hoy me mordió cuando intenté asistirla en el baño.
Álvaro pasó los dedos por el cabello, una costumbre vieja que antes usaba en reuniones difíciles. Ahora lo hacía frente a una niña de siete años que nunca había dado un paso.


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