Formularios de seguros, números de póliza, fotos del kilometraje, firmas sobre líneas punteadas, un universo donde cada problema tenía casillas y cada solución tenía recibos.
Antes, incluso cuando la vida dolía, yo pensaba que el dolor venía con un manual, o al menos con un orden lógico que se podía seguir sin perderse.
Antes de que mi hijo desapareciera, yo creía que lo peor era raro, como un relámpago que cae en otra parte, en otra familia, en otra calle.
Luego mi niño, Tomás, de ocho años, se esfumó una tarde común, y ese “sentido” se derrumbó con el sonido de mi voz gritando su nombre.
La policía lo llamó “caso de menor desaparecido”, los vecinos pegaron afiches en postes mojados por la lluvia, y yo aprendí que la esperanza cansa el cuerpo igual que el miedo.
Buscamos en parques, en zanjas, en cámaras de seguridad, en pasillos de escuelas, y en cada lugar dejábamos un pedazo de nosotros.
Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses, y la vida empezó a dividirse en dos: lo que existía antes de Tomás y lo que sobrevivía después.
La gente dejaba de preguntar, no porque no les importara, sino porque el silencio es el refugio de quienes no soportan el dolor ajeno.
Mi hija menor, Valentina, tenía cinco años y una mirada demasiado adulta, como si hubiera envejecido de golpe al vernos rompernos.
Ella dibujaba a su hermano en hojas de cuaderno, siempre con una sonrisa grande, como si su mente lo mantuviera vivo a fuerza de tinta.
Mi hermana, Clara, intentó ayudar, a su manera, la manera de quienes creen que distraer es curar.
Me llevaba comida, me ofrecía quedarme en su casa, me repetía que debía “seguir por Valentina”, y yo asentía sin sentir, porque la vida se me había vuelto un trámite.
Un año pasó y el caso se enfrió, de esa forma cruel en que se enfrían los casos cuando no hay pistas y la atención pública se cansa.
Un año en el que yo aprendí a dormir con el teléfono sobre la almohada, como si el sonido de una llamada pudiera traerlo de vuelta.
Clara compró una casa nueva en las afueras, una casa que olía a pintura fresca y a promesa de empezar de cero.
Me insistió en que fuera a verla, que llevara a Valentina, que “nos haría bien”, como si una cocina renovada pudiera tapar un agujero en el pecho.
Yo no quería ir, porque lo nuevo me daba rabia, pero Valentina me tiró de la mano y dijo que quería ver “la casa de la tía”.
La casa de Clara era demasiado perfecta, con jardín prolijo, ventanas grandes y una calma que parecía diseñada para fotos.
Entramos y Clara nos recibió con una sonrisa ansiosa, esa sonrisa que no encaja del todo cuando alguien quiere que te sientas cómodo demasiado rápido.
Nos mostró el living, la cocina, los cuartos, el sótano, hablando sin parar, como si el sonido de su voz pudiera cubrir cualquier cosa rara.
Yo caminaba detrás, mirando cada esquina con el instinto que te queda cuando pierdes a un hijo: el instinto de no confiar nunca más en la normalidad.
Valentina, en cambio, avanzaba sola, tocando las paredes, deteniéndose en puertas, escuchando, como si la casa le contara algo que a mí se me escapaba.
En el pasillo, cerca de una habitación de huéspedes, Valentina se quedó quieta, como si hubiera chocado con un muro invisible.
Luego se arrodilló sin decir nada y apoyó la oreja en el suelo de madera recién barnizada.


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