Estaba en pleno turno de noche cuando las puertas de traumatología se abrieron de golpe y supe, por el silencio extraño, que algo terrible acababa de cruzar nuestro umbral.
—Tres pacientes, posible envenenamiento, dos adultos y un niño —gritó un paramédico, mientras las camillas avanzaban y el aire de urgencias se volvía denso, pesado, casi irrespirable.
Levanté la vista del expediente que estaba terminando y mi corazón se detuvo al reconocer, bajo esas luces crueles, los rostros que jamás debería haber visto allí.
En la primera camilla estaba mi esposo, Evan, con el rostro grisáceo, los labios azulados y los párpados fláccidos, como si el sueño lo hubiera arrastrado demasiado lejos de regreso.
En la segunda camilla iba mi hermana, Nora, el cabello empapado en sudor, una vía intravenosa ya colocada y un monitor pitando un ritmo inquietantemente inestable junto a su pecho.
En la tercera camilla, demasiado pequeña para ese espacio frío, estaba mi hijo Leo, de siete años, inmóvil, con la mascarilla de oxígeno empañada por respiraciones superficiales y dolorosamente débiles.
Solté el portapapeles, que golpeó el suelo con un chasquido seco, y corrí hacia Leo con las manos extendidas, como si pudiera traerlo de vuelta solo tocándolo.
Unas manos firmes sujetaron mi antebrazo antes de llegar a la camilla, conteniendo mi impulso con una calma que contrastaba brutalmente con el pánico que me devoraba por dentro.
Era el doctor Marcus Hale, mi colega, con el rostro tenso y la mandíbula apretada, como si estuviera conteniendo algo mucho peor que el simple miedo profesional.
—Todavía no puedes verlos —dijo en voz baja, sin apartar la mirada de mi cara, como si supiera que esas palabras iban a romper algo dentro de mí.
Lo miré como si estuviera loco.
—Marcus, esa es mi familia —jadeé, señalando las camillas—, mi esposo, mi hermana, mi hijo. Muévete, por favor, déjame pasar ahora mismo.
Su agarre se hizo más firme, no violento, pero imposible de ignorar.
—Todavía no —repitió con suavidad tensa—. Por favor, espera un momento, solo un momento más.
Temblando, con la garganta seca, susurré la única pregunta que podía formular.
—¿Por qué? ¿Qué está pasando?
Marcus bajó la mirada hacia el suelo, como si no pudiera sostener mi mirada cuando pronunciara la verdad que le quemaba la lengua.
—La policía te lo explicará todo cuando llegue —murmuró, casi avergonzado de las palabras que tenía que decirme.
Policía.
La palabra me golpeó como una ola de agua helada, esparciéndose por mi pecho y dejándome sin aliento, incapaz de procesar todas las implicaciones escondidas detrás de esas sílabas.
Intenté soltarme, pero Marcus se colocó delante de mí, bloqueando mi vista de la cama de Leo, mientras detrás las enfermeras trabajaban con precisión casi mecánica.
Cables de monitor, revisión de vías respiratorias, extracciones de sangre, órdenes rápidas; el tipo de organización que normalmente me tranquilizaba y aquella noche solo me hacía sentir más inútil.


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