Estaba en el turno de noche cuando trajeron a mi esposo, a mi hermana y a mi hijo, todos inconscientes. – Page 2 – Recette
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Estaba en el turno de noche cuando trajeron a mi esposo, a mi hermana y a mi hijo, todos inconscientes.

Un paramédico le entregó a Marcus una bolsa con pertenencias: carteras, llaves, un teléfono, pequeños trozos de vida cotidiana transformados ahora en potenciales pruebas silenciosas.

Marcus revisó el contenido un segundo y apartó la mirada con brusquedad, como si hubiera visto un fantasma escondido entre esos objetos aparentemente inofensivos.

—¿Qué pasa? —pregunté, con la voz afilada por el miedo.

Él no respondió; simplemente señaló con la barbilla hacia un guardia de seguridad extra, apostado junto a la puerta, presencia inusual en una guardia rutinaria.

Entonces vi algo que antes había pasado por alto: las manos de Evan estaban envueltas en papel protector, igual que las de Nora, preservadas como si fueran escenas de un crimen.

El estómago se me encogió con un nudo doloroso, mientras mi mente de enfermera empezaba a unir piezas que mi corazón se negaba rotundamente a aceptar.

—¿Qué les pasó? —susurré, sintiendo que mi voz se volvía cada vez más fina, como si estuviera a punto de romperse por completo.

Marcus al fin me miró, y en sus ojos vi algo que me derrumbó las rodillas: lástima, una compasión impotente que nunca había querido recibir de nadie.

—Lo siento tanto —dijo, y detrás de la cortina escuché a una enfermera murmurar una frase que me atravesó el pecho como un cuchillo invisible.

—Doctor, el niño tiene la misma sustancia en la sangre —anunció ella, con la voz temblorosa, mientras el monitor continuaba pitando sin compasión.

Misma sustancia, mismo patrón, mismo origen, como si todo fuera parte de un único acto perfectamente coordinado y no de un accidente aislado o un error desafortunado.

 

Las puertas automáticas se abrieron de nuevo con su zumbido habitual, y dos policías entraron con paso seguro, trayendo consigo una tensión aún más espesa.

Lo primero que dijo uno de ellos fue mi nombre, pronunciado con esa mezcla de formalidad y cuidado que se usa con alguien a punto de escuchar una noticia devastadora.

—¿Señora Grant? —preguntó la agente, acercándose—. Necesitamos hablar sobre su marido y lo ocurrido esta noche en su domicilio.

Sentí la boca secarse tan rápido que la lengua pareció pegarse a mis dientes, dejándome apenas capaz de formar una respuesta coherente ante esa mirada inquisitiva.

—Sí —logré decir—, él es mi esposo, ella es mi hermana, ese es mi hijo. Dígame, por favor, qué pasó, necesito saberlo todo ahora mismo.

La agente, la detective Lena Park, según su placa, no miró primero las camas; me miró a mí, como si supiera que estaba a punto de dividir mi vida en antes y después.

—Aún estamos confirmando los detalles —dijo con cautela—, pero respondimos a una llamada desde su casa; un vecino reportó gritos y olor a gas muy fuerte.

Gas.

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