El viento del desierto tenía un sonido particular aquella noche, un silbido largo y doliente que arrastraba la soledad sobre las llanuras, mientras la luna baja y redondeada parecía observarlo todo como quien ya ha visto demasiadas tragedias repetirse.
En el corral, los caballos se movían inquietos, raspando la tierra reseca con las pezuñas, como si también sintieran el peso de algo invisible acercándose al rancho, algo que todavía no tenía nombre pero ya traía amenaza.
Dentro de la casa del rancho Bennett, la lámpara seguía encendida aunque la noche estaba avanzada, y Cole Bennett se sentaba encorvado en la mesa, limpiando el polvo de sus botas tras catorce horas de marcar ganado sin descanso.
El suelo de madera crujía bajo su peso, un sonido solitario que se expandía por la habitación silenciosa como el suspiro cansado de una casa demasiado habituada a la soledad y a un solo par de pasos.
Estaba a punto de apagar la lámpara, estirando la mano hacia la mecha, cuando alguien golpeó la puerta con fuerza, tres golpes rápidos, urgentes, que no dejaban espacio a la duda ni al retraso.
Cole alzó la vista, frunciendo el ceño, porque nadie visitaba el rancho Bennett a esas horas, salvo que estuviera huyendo de algo peor que la noche y el desierto juntos.
Se levantó despacio, con cautela, la mano rozando instintivamente el revólver del cinturón, mientras el viento aullaba más fuerte, haciendo vibrar las ventanas como si también exigiera que se diera prisa.
Cuando abrió la puerta, la oscuridad se derramó hacia adentro, pero con ella entró también la visión que cambiaría su vida para siempre, una escena que jamás podría olvidar aunque viviera cien años.


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