Unos días después, el abogado de Daniel, el Sr. Rothwell, me llamó a su oficina. Deslizó una pesada llave de metal sobre su escritorio. —Daniel quería que tuvieras esto —dijo—. Es de su casa de campo. Ahora eres la propietaria.
Me quedé mirando la llave. Durante años, Daniel me había prohibido acercarme a esa casa de campo que heredó de su abuelo. Decía que era insegura: suelos podridos, cableado inestable, animales salvajes. Le creí. Nunca lo cuestioné. Nuestro matrimonio se basaba en la confianza, o al menos eso pensaba.
Planeaba vender la propiedad rápidamente. No quería nada relacionado con el accidente, con sus secretos, con las preguntas sin respuesta que dejó atrás. Pero la curiosidad me carcomía. ¿Por qué prohibirme ir allí? ¿Por qué seguía pagando impuestos sobre la propiedad de un lugar que nunca visitaba, al menos no oficialmente?
Así que, un jueves por la mañana muy frío, conduje hasta el tramo remoto de tierra que Daniel había mantenido oculto de mi vida. El camino de grava parecía interminable, cortando a través de kilómetros de campos vacíos hasta que apareció la vieja casa de campo: una estructura desgastada de dos pisos con pintura blanca descolorida y un porche hundido.
Salí del coche, con las manos temblando alrededor de la llave. El silencio se sentía denso, pesado, como si la casa misma estuviera conteniendo la respiración.


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