Al hijo del millonario le quedaban cinco días de vida. Pero la pobre niña lo roció con agua inusual. – Recette
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Al hijo del millonario le quedaban cinco días de vida. Pero la pobre niña lo roció con agua inusual.

En el pasillo del Hospital San Gabriel, en la Ciudad de México, el aire olía a desinfectante y a café recalentado. A esas horas, la luz blanca de los tubos hacía que todo se viera más frío: las paredes, los rostros, incluso las manos.

Rodrigo Acevedo no podía dejar de temblar.

Llevaba tres semanas viviendo en una silla de vinil, con el saco arrugado, la barba crecida y el teléfono pegado a la oreja como si eso pudiera cambiar algo. Su hijo, Pedrito, de apenas tres años, yacía conectado a monitores que pitaban con una paciencia cruel. Cada día el niño era más liviano, más pálido, como si se estuviera borrando.

Cuando el doctor Santiago Flores, jefe de pediatría, le pidió hablar “con calma”, Rodrigo sintió que el piso se inclinaba.

—Señor Acevedo… tenemos que ser honestos —dijo el médico, eligiendo las palabras como si fueran vidrio—. Hemos probado todo lo posible. Seis esquemas, especialistas, estudios… La condición de Pedrito es rarísima. En los pocos casos documentados en el mundo… ninguno tuvo un desenlace favorable.

Rodrigo apretó los puños.

—¿Cuánto? —preguntó con la voz rota.

El doctor bajó la mirada.

—Cinco días. Tal vez una semana, si tenemos suerte. Lo único que podemos hacer ahora es sostenerlo. Que no sufra.

Rodrigo sintió que algo dentro de él se desplomaba sin hacer ruido. Volvió a mirar a su hijo: tan pequeño en esa cama, rodeado de tubos. Pedrito siempre había sido risa, carreras, manos pegajosas de dulce. Ahora parecía una figurita frágil, lista para quebrarse.

—Debe haber algo más… —insistió Rodrigo, agarrando al doctor del antebrazo—. Dinero no es problema. Traigo gente de donde sea.

—Ya consultamos a los mejores, aquí y afuera —respondió el doctor con suavidad—. A veces la medicina llega a su límite… Lo siento.

Cuando el médico se fue, Rodrigo se sentó junto a la cama y tomó la manita fría de Pedrito. El niño se movió apenas, como si lo escuchara desde lejos. A Rodrigo se le salieron las lágrimas sin permiso.

“¿Cómo se lo voy a decir a Clara?”, pensó.

Su esposa estaba en Guadalajara, en un congreso médico. Volvía en dos días. Dos días. Y a su hijo le quedaban cinco.

La puerta se abrió otra vez. Rodrigo se limpió la cara, esperando a una enfermera. Pero entró una niña.

Pequeña. Seis años, quizá. Vestía un uniforme escolar gastado y un suéter café demasiado grande. El cabello oscuro lo traía revuelto, como si hubiera corrido. En las manos sostenía una botellita de plástico dorada, de las baratas.

—¿Quién eres? —preguntó Rodrigo, desconcertado—. ¿Cómo entraste?

La niña no contestó. Caminó directo a la cama, se subió a un banquito y miró a Pedrito con una seriedad que no le cabía en la cara.

—Yo lo voy a salvar —dijo, y destapó la botella.

—¡Oye, espera! —Rodrigo se levantó de golpe.

Pero ya era tarde.

La niña vertió agua sobre el rostro de Pedrito. El líquido resbaló por su mejilla, empapó la almohada. Rodrigo la apartó con cuidado brusco y le arrebató la botellita.

—¿Qué haces? ¡Lárgate de aquí! —gritó, y apretó el botón de llamado.

Pedrito tosió un poco… y siguió dormido.

La niña se estiró para recuperar la botella, desesperada.

—La necesita —insistió—. Es agua especial. Se va a poner bien.

—Tú no entiendes nada… —Rodrigo temblaba de rabia y miedo—. ¡Fuera antes de que llame seguridad!

Dos enfermeras entraron corriendo.

—¿Qué pasó? —preguntó una.

—Esta niña entró y le echó agua a mi hijo —dijo Rodrigo, levantando la botella como prueba.

Desde el pasillo, una voz femenina tronó:

—¡Valeria! ¿Qué hiciste?

Entró una mujer con uniforme de intendencia, de unos treinta y tantos, con los ojos rojos de preocupación.

—Perdón, señor —dijo, jalando a la niña de la mano—. Soy Marina. Es mi hija. No debió entrar. Nos vamos.

La niña sollozaba.

—¡Mamá, yo solo quería ayudar a Pedrito!

Rodrigo se quedó helado.

—Espere… —dijo, deteniendo a la mujer—. ¿Cómo sabe su hija el nombre de mi hijo?

Marina tragó saliva.

—Yo… trabajo aquí desde hace años. A lo mejor lo vio en la puerta…

—No —interrumpió la niña, zafándose un poco—. ¡Yo lo conozco! Jugábamos en el kínder de la tía Marta. Es mi amigo.

Rodrigo sintió un golpe seco en el pecho.

—¿Qué kínder? —susurró—. Mi hijo nunca fue a ningún kínder. Tiene niñera en casa.

—Sí fue —aseguró la niña, como si estuviera diciendo el color del cielo—. Jugábamos a las escondidas y él siempre se reía aunque debía estar calladito.

Rodrigo se quedó mirando a Marina, que ahora parecía querer desaparecer.

—Nos vamos —repitió ella, apretando la mano de su hija.

Salieron rápido, dejando a Rodrigo con mil preguntas y una botella dorada en la mano. La destapó: agua transparente, sin olor. Nada especial. Y sin embargo… la certeza de la niña le había dejado una astilla de duda.

Esa misma tarde, Rodrigo llamó a Karina, la niñera.

—Quiero la verdad. ¿Llevaste a Pedrito a un kínder? —preguntó sin saludar.

Hubo un silencio demasiado largo.

—Señor Rodrigo… yo… puedo explicar…

—Entonces sí.

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