Fui contratado para cuidar de una tumba anónima durante cinco años. Ningún familiar apareció jamás… hasta el día en que vi la foto en la lápida: era una foto mía de cuando era niño. – Recette
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Fui contratado para cuidar de una tumba anónima durante cinco años. Ningún familiar apareció jamás… hasta el día en que vi la foto en la lápida: era una foto mía de cuando era niño.

Cuando Doña Elvira abrió la puerta, reconoció a Santiago de inmediato. No dijo nada, solo inclinó la cabeza. “Encontré la caja de metal,” dijo Santiago.

Santiago había comenzado su oficio como “cuidador de tumbas” a los 25 años. El nombre sonaba lúgubre, pero en realidad, su trabajo consistía en limpiar, cuidar y encender veladoras en las tumbas olvidadas o de aquellos cuyos familiares vivían lejos.

Cinco años atrás, una mujer llamada Elvira, vestida elegantemente y con el rostro casi oculto por un sombrero de ala ancha y lentes oscuros, lo buscó por recomendación del administrador del panteón. Lo contrató para cuidar una sola tumba, ubicada en un rincón apartado del panteón del pueblo de San Miguel.

El acuerdo era sumamente extraño:

Santiago debía cuidar esa tumba como si fuera el lugar de descanso de un familiar cercano. El sitio debía estar siempre impecable, sin una sola hierba mala. Y lo más particular: Doña Elvira exigió que la tumba no tuviera ningún nombre grabado.

“Si alguien pregunta, solo di que es la Tumba Sin Nombre. Por el pago, te daré diez veces la tarifa del mercado,” dijo Doña Elvira, con una voz ronca y gastada.

Y cumplió su palabra. Cada mes, el pago llegaba a la cuenta de Santiago puntualmente, sin faltar un solo peso.

Durante cinco años, Santiago transformó ese pedazo de tierra árida en un pequeño jardín: plantó un arbusto de buganvillas detrás de la lápida, colocó una maceta con cempasúchil fresco cada semana, y cubrió el suelo con pequeñas piedras de río.

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