Pero algo siempre lo inquietaba: nadie, absolutamente nadie, venía de visita.
Doña Elvira nunca apareció por segunda vez. ¿Qué hombre o mujer yacía bajo esa tierra para estar tan aislado? ¿Un criminal? ¿Un alma olvidada? ¿O alguien tan solitario que solo podía pagar a un extraño para que cuidara su lugar final?
Santiago a menudo conversaba con la lápida anónima.
“Este año los mangos están muy baratos, señor o señora. Supongo que allá abajo no hay mangos, ¿verdad?”
“La temporada de lluvias fue larga este año, tuve que cambiar la tierra de los cempasúchiles. Espero que la persona aquí abajo no tenga frío.”
Era la forma en que Santiago llenaba el misterioso vacío y aliviaba la culpa de recibir dinero de un espíritu que nadie recordaba.
Al final del quinto año, mientras Santiago regaba las buganvillas, Doña Elvira apareció de repente. Esta vez no llevaba lentes, pero su sombrero aún le cubría gran parte del rostro.
Le entregó a Santiago una pequeña caja de madera labrada.
“Santiago. Hoy se cumplen cinco años. Has hecho un trabajo excelente. Eres un hombre de palabra.”
La voz de Doña Elvira seguía siendo ronca, pero temblaba ligeramente. Miró la tumba durante un largo rato y luego se volvió hacia él.
“Tengo una última petición. Dentro de esta caja hay un objeto. Mañana, con mucho cuidado, colócalo en la lápida, en el punto más alto, donde he dejado una pequeña marca.”
Santiago tomó la caja. Quiso preguntar sobre la identidad del difunto, pero solo vio los ojos cansados de Doña Elvira. Sus ojos contenían una tristeza profunda, pero también una determinación aterradora.
“Solo haz lo que te pido. Después de eso, ya no necesitarás cuidar esta tumba. Te pagaré el contrato completo del sexto año como agradecimiento.”
Dicho esto, Doña Elvira se dio la vuelta y su figura se perdió entre los árboles del panteón.
Esa noche, Santiago no pudo dormir. Terminar este contrato no solo significaba perder una gran fuente de ingresos, sino también la sensación de perder a un amigo silencioso de cinco años. Abrió la caja de madera.
Dentro había un portarretratos de bronce antiguo, cuidadosamente pulido. Y la foto en su interior…
Santiago sintió un escalofrío. Era la foto de un niño de unos 5 años, sonriendo de oreja a oreja, mostrando un hueco donde le faltaban dos dientes frontales. El niño vestía una camisa de rayas y estaba de pie junto a una maceta de geranios en plena floración.
Santiago se levantó de golpe, iluminando la foto con la linterna de su teléfono.
Esa foto… era demasiado familiar. Ese niño era él.
Parte III: El Espejo en la Lápida
A la mañana siguiente, las manos de Santiago temblaban mientras llevaba el portarretratos al panteón. Lo instaló en el lugar marcado en la lápida. La foto del niño sonriente de 5 años contrastaba brutalmente con la sombría atmósfera del lugar.
“¿Por qué? ¿Por qué mi foto?”


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