Y luego estaba Verónica. Bella, sí, con esa belleza que quema. Usaba vestidos que valían más que mi colonia entera y su perfume era una bofetada al aire. Pero su corazón… su corazón estaba podrido por la soberbia y, me di cuenta después, por un miedo inmenso a perder lo que creía suyo. Su voz helada era un látigo. “Aquí todo debe relucir, Clara,” me dijo el primer día, sin siquiera mirarme. “Incluso las manos de quien limpia.” El mensaje era claro: era menos que el polvo que yo barría.
Cada orden de Verónica era una humillación. Me trataba como si mi dignidad fuera tan desechable como los restos de comida que retiraba. Pero en esa crueldad constante, noté una mancha, una fisura. Tenía un pánico irracional a que alguien se acercara a la puerta metálica que estaba oculta tras un librero en el corredor trasero. Una puerta vieja, con un candado grueso y un cartel de “PROHIBIDO ENTRAR”. El aire allí era frío, el olor extraño, como a humedad vieja y soledad. Di un paso atrás, asustada, cuando al limpiar el área juré escuchar algo: un gemido.
Una noche, cuando el reloj del comedor marcaba las dos de la madrugada y la mansión dormía un sueño pesado y falso, lo volví a escuchar. No fue el viento, ni un gato. Fue un lamento. Débil, tembloroso, una voz de mujer que suplicaba ayuda. Venía de abajo, de ese lugar prohibido. El miedo me heló la sangre. ¿Quién podía estar allí? ¿Por qué Verónica había puesto un candado tan grueso? Con el corazón golpeándome el pecho como un tambor desbocado, tomé mi linterna pequeña y bajé las escaleras. El olor a polvo y frío me envolvió. Entre sombras, algo se movió. Un susurro, un gemido y, de repente, unos ojos cansados que brillaron en la oscuridad de la rendija.
Capítulo 2: La Llave Dorada y la Lágrima Oculta
Esa noche, la curiosidad se transformó en compasión. Y la compasión, en una necesidad de saber. Me acerqué a la rendija de la puerta del sótano y murmuré: “¿Quién está ahí?”. Nadie respondió. Solo el viento, arrastrando un silencio más cruel que cualquier grito. Me quedé inmóvil, hasta que un detalle me hizo retroceder helada. Una lágrima ajena, brillando por la humedad, rodó bajo la rendija y cayó sobre mis pies descalzos. ¡No lo había imaginado! Había alguien vivo, alguien sufriendo allí abajo.
Al día siguiente, Verónica me esperó en la cocina con sus ojos de víbora. “No me gustan las sirvientas curiosas,” me dijo sin preámbulos. “Aquí se hace lo que yo ordeno. Quien no obedece, desaparece.” La amenaza fue un puñetazo, pesado y real. Pero la semilla de la duda ya había germinado en mi alma.


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