Mientras limpiaba la biblioteca —un lugar silencioso, lleno de libros que nadie leía—, algo metálico brilló entre una pila de volúmenes olvidados. Era una pequeña llave dorada, antigua, con las iniciales L.D.M. grabadas en el mango. Leonor Del Monte. Mi corazón se detuvo. ¿Sería posible? ¿La llave de la puerta prohibida?
Al caer la tarde, volví al corredor del sótano. Me aseguré de que nadie me viera y saqué la llave. Mis manos temblaban. Estaba a punto de girarla cuando la voz helada de Verónica me taladró la espalda: “¿Qué haces aquí, Clara?”. Me giré, sintiendo que el alma se me salía del cuerpo. Intenté esconder la llave, pero ya era tarde. “Devuélvemela,” me ordenó, con la mirada clavada en mí como una cuchilla. Se la extendí, muerta de miedo. La tomó y la guardó en su bata de seda, advirtiéndome que si volvía a verme cerca de esa puerta, me juraba que no volvería a trabajar “ni en esta vida ni en la otra”.
Pero esa noche no pude dormir. Y cuando el reloj marcó las once, vi a Verónica. Con una linterna en mano, caminaba hacia el sótano. La seguí a distancia, temblando. La vi abrir la puerta con la llave dorada, bajar lentamente. Escuché un golpe seco y un quejido ahogado. Cuando regresó, su rostro estaba tenso, y cerró con tanta fuerza que el eco pareció un trueno.
Cuando se fue, corrí a la puerta. Me arrodillé y pegué el oído a la madera. La voz, más débil que antes, me llamó otra vez: Clara… Y entonces, bajo la rendija, vi un trozo de papel doblado. Lo abrí con manos temblorosas. La letra era temblorosa, casi ilegible: “Ella me encierra cada noche. Dile a mi hijo que no me olvide.”
No había duda. Aquella mujer era Doña Leonor, la madre de Ricardo, y su esposa, la cruel Verónica, la mantenía prisionera. El miedo me oprimió, pero al mismo tiempo, una furia justa se encendió en mi pecho. No podía quedarme callada. Ya no.
Parte 2
Capítulo 3: La Hija Olvidada y el Retrato Cubierto
El amanecer cubrió la mansión con una neblina, como si quisiera ocultar el crimen que se cocinaba dentro. Guardé la nota de Doña Leonor en mi Biblia, jurando no descansar hasta liberar a esa mujer.
Ese día, al limpiar el corredor, noté algo extraño. El retrato más grande, el que colgaba frente a la escalera, estaba cubierto con una tela blanca. Nadie había mencionado cambiar la decoración. Subí a una silla, con cuidado, y retiré la tela. Una nube de polvo se elevó y entonces la vi: una mujer de cabello completamente blanco, mirada dulce, rostro sereno. ¡Era la misma mujer del sótano! Esos ojos eran los que me habían mirado entre sombras. Doña Leonor Del Monte.
Un escalofrío me recorrió. Bajé de la silla, temblando. Fue entonces cuando Verónica apareció a mis espaldas. “¿Qué haces?”, preguntó con su voz cargada de veneno. Me gritó que ese cuadro debía permanecer cubierto, que no debía tocarlo. Pero antes de que volviera a cubrirlo con la tela, vi las lágrimas que corrían por su rostro. No eran de tristeza. Eran lágrimas de terror.


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