Me besó en la mejilla, abrazó a nuestra hija de seis años, Lily, y salió por la puerta principal como cualquier día normal. Vi su auto desaparecer calle abajo, sin saber que todo lo que creía sobre él —sobre nuestro matrimonio— estaba a punto de colapsar.
Apenas había dado dos pasos hacia la cocina cuando Lily corrió hacia mí. No caminó, corrió. Su rostro estaba pálido, sus manitas temblaban.
—Mami… tenemos que huir. Ahora.
Me agaché. —Cariño, ¿qué pasa?
Ella sacudió la cabeza con tanta fuerza que su cabello le golpeó las mejillas. —No tenemos tiempo. Tenemos que salir de la casa ahora mismo.
Se me contrajo el estómago. —¿Tuviste una pesadilla?
—No —tragó saliva—. Escuché a papi anoche. Estaba hablando por teléfono. Dijo… “Una vez que ella no esté, todo será mío”. Dijo que tenemos que hacer que parezca un accidente.
Mi aliento se desvaneció. —Lily —susurré—, ¿con quién hablaba?
—Con la abuela Ellen —dijo suavemente—. Ella le dijo que el sistema estaba listo. Las puertas y ventanas se pueden cerrar desde afuera.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Mi esposo, Evan, me había dicho que estaba instalando nuevas “persianas de seguridad” las últimas semanas. Dijo que era para las tormentas. Dijo que era por nuestra seguridad. Pero ahora… ahora sonaba como algo completamente diferente.
Agarré mi teléfono, mi billetera y el sobre de emergencia que guardaba para desastres: efectivo, identificaciones, pasaportes. Algo muy dentro de mí me decía que mi hija no estaba imaginando cosas.
Ella me tiró del brazo. —Por favor, mami. Tenemos que irnos antes de que empiece el sonido.
—¿Qué sonido?
—No sé qué significa —dijo—, pero papi dijo que el temporizador empieza cuando suena el sonido.
Mi pulso martilleaba. —Está bien. Nos vamos.


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