La primera vez que me llamaron cazafortunas fue con música de mariachi de fondo.
No exagero: el salón estaba lleno de luces cálidas, arreglos de nochebuena y velas flotantes. Afuera, en las afueras de Puebla, el aire olía a tierra húmeda y a diciembre. Adentro, sonaban trompetas y la gente levantaba copas como si el amor fuera un negocio que se celebra con brindis.
Yo llevaba un vestido blanco sencillo, de encaje discreto, comprado con meses de ahorro y con la ayuda de mi mamá. Nada de diseñador, nada de “alta costura”. Pero cuando me vi al espejo esa mañana, pensé: me veo hermosa. Me bastaba.
Me llamo Dalia Salazar, y el día de mi boda fue —al mismo tiempo— el peor y el mejor día de mi vida.
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Siempre me habían considerado una mujer simple. Trabajo en una cafetería pequeña del centro, Café La Esquina, donde sirvo chocolate caliente, conchas recién horneadas y café de olla a camioneros, maestras, estudiantes y señores que leen el periódico. Vivo en un departamento chiquito encima de una florería. Mi idea de una noche perfecta es un plato de sopa, una película y la tranquilidad de no tener que demostrarle nada a nadie.
Nunca me obsesionaron las marcas. Encuentro belleza en cosas pequeñas: el vapor del café al amanecer, un libro subrayado, el olor a pan recién hecho. Y por eso, cuando conocí a Emilio Arriaga seis meses antes, no imaginé —ni por un segundo— que venía de una familia con dinero viejo, de esos que se heredan como un apellido.
Emilio era, para mí, solo un hombre amable que pedía espresso sin azúcar y dejaba propinas que me daban pena. Se sentaba con su laptop, trabajaba horas, y cuando yo tenía descanso platicábamos de todo: películas, planes, miedos. Decía que trabajaba en “marketing”. Su ropa era buena, sí, pero no presuntuosa. Su coche era un sedán normal. Todo en él parecía… real. Por eso lo amé.
Nuestra historia fue de las que ya casi no se ven: paseos largos, conversación hasta la madrugada, promesas pequeñas que valen más que los anillos. Emilio nunca me hizo sentir menos, nunca me pidió cambiar.
Cuando me pidió matrimonio con un anillo sencillo, yo dije que sí porque estaba segura de algo: lo nuestro no se compra.
El primer aviso de peligro llegó cuando conocí a su familia.
Emilio lo pospuso semanas, siempre con excusas. “Mi mamá es complicada”, decía. “Mi hermana juzga a todos.” “Mi papá es… duro.”
La cena fue en una casa que parecía hacienda: techos altos, pisos de mármol, cuadros caros. La señora Mónica Arriaga, su mamá, me recibió con una sonrisa perfecta… que no llegaba a los ojos. Me miró de arriba abajo, midiendo mi vestido azul del mercado, mis aretes modestos, mis zapatos limpios pero gastados.
—Qué… linda —dijo, como si “linda” fuera un adjetivo para mascotas.
Durante la cena, cada pregunta fue un examen.
—¿A qué se dedican tus padres, Dalia?
—Mi papá es mecánico, mi mamá trabaja en Correos.
La sonrisa de Mónica se tensó.
—Ay, qué… entrañable.


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